Alpuente
Tuve la suerte de trabajar con él en un espacio dentro de 'El peor programa de la semana', que era un telediario ficticio
Coincidía con Moncho Alpuente en una patria extraña que se extendía a través de la calle del Pez, en la trasera de la Gran Vía de Madrid, cuyo único monarca admitido podría ser Javier Krahe. A partir de esa calle, se convirtió en un cronista de la villa acerado e indómito, capaz de enfrentarse a la bestialidad hortera que trajo Gil y Gil, cuando el pelotazo entró al tajo en la sociedad española, sin olvidarse de afearle a la progresía de su generación haberse dejado sedar al arrullo de la pasta y los homenajes a Lorca.
Tuve la suerte de trabajar con él en un espacio dentro de El peor programa de la semana, que era un telediario ficticio, pero que, como sucede ahora, respondía más a la verdad que los llamados telediarios reales. Allí terminaba siempre el repaso de una actualidad para compungirse con la misma frase, soltada por un portavoz oficial del Gobierno: la situación es alarmante, pero no preocupante, porque preocupándose no arreglamos nada.
Ese espacio le pertenecía en justicia, porque lo había desarrollado en la radio y luego en un invento que se llamaba El país imaginario y que reproducía con este periódico el mismo juego de humor y sátira frente a la grosería del poder. Pero ya antes en Mundo pop, Teleprograma y Popgrama había asomado en la televisión. Junto a El Gran Wyoming había hecho una relectura del No-Do para el programa de música que puso en pie Miguel Ríos en Qué noche la de aquel año. Su impertinencia adoptaba unas veces la forma de ripios y otras, de una burla soltada sin recato a través de su deje nasal.
En un espacio mínimo del teatro libre y la canción protesta, levantó un repertorio entre la sabiduría popular y la chirigota, con canciones memorables sobre Carolina de Mónaco, la cultura del guateque, la Transición y el impulso de quienes subidos a un 600 pretendían tomar la carretera nacional, antes de que la convirtieran en una autopista de peaje.
Sus grupos respondían a nombres como Las Madres del Cordero, Desde Santurce a Bilbao Blues Band o Moncho Alpuente y los Kwai, es decir, eran una apelación a la anarquía que caló muy hondo en quienes entonces éramos niños.
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