Listas: las cuentas de la vieja
Al elegir los mejores libros del año, los críticos de 'Babelia' demostraron pluralidad de sensibilidades pero pocos votaron a mujeres. ¿Pereza, prejuicio o, tal vez, desidia?
Algo va mal, me dije. La incómoda sensación se me desencadenó leyendo la lista de los “mejores libros” del año confeccionada por Babelia a partir de las votaciones de los críticos. Luego, picado por la curiosidad —como tantos lectores que han consultado la página web— me sumergí calculadora en ristre en la nómina real de los 41 críticos consultados, para comprobar sus listas individuales. Tengo que decir, de entrada, que al menos aquí sí se mojan los encargados de orientar al lector cada semana acerca del inmenso volumen de lo que se publica. Se menciona una gran cantidad de títulos —muchos una sola vez—, lo que indica una saludable pluralidad de sensibilidades. Y resulta evidente el interés de los críticos hacia las editoriales independientes, lo que también es de agradecer. Como sin duda recuerdan, cada crítico debía elegir los 10 títulos —todos los géneros mezclados— que le parecieran más “importantes” entre los publicados en 2014. Al primero se le concedían 10 puntos, y al último, 1.
Una vez tabuladas las respuestas, el resultado fue el palmarés dado a conocer la semana pasada y en el que, yendo al meollo de la incómoda sensación a la que me refería, sólo figura —en el puesto número 6— una obra escrita por mujer: el poemario Hasta aquí (Bartleby), de la fallecida Wislawa Szymborska. Poco es, desde luego, en una decena poblada por sus colegas masculinos (dejando aparte el Diccionario de la RAE, al que podríamos considerar de género epiceno si no supiéramos quiénes mandan en las Academias de la Lengua). Si ampliamos la lista a los 20 primeros, aparecen otras dos autoras: Jorie Graham e Inger Christensen, también poetas, vaya por Dios (y buenísimas, por cierto), la primera afortunadamente viva, y la segunda fallecida. Si nos atenemos al apartado “obras destacadas por géneros”, las mujeres sólo obtienen representación en las secciones “poesía traducida” (las tres mencionadas) y en “biografías y memorias” (dos menciones: Helena Cortés y Lucy Hughes-Hallet); y no obtienen ninguna en narrativa, o en no ficción. Sigamos: de los 410 títulos seleccionados por los críticos, sólo 68 están escritos por mujeres (el 16,5%). Entre los 41 críticos, hay 10 que no mencionan ningún libro escrito por mujer (alguno cita, sin embargo, algún título de autoría colectiva en el que ellas también han intervenido) y otros 11 que sólo mencionan uno.
Bueno, y qué más. Pues algo no menor: la lista final ha sido elaborada a partir de los votos de 34 críticos y 7 críticas (un 17%). Sin embargo, y para evitar apresurados alzamientos de cejas y elevaciones de hombros, añado que, de esas siete mujeres con derecho a voto, dos no incluyeron en su lista ninguna obra escrita por sus hermanas, y sólo hubo una que incluyó cinco (la mitad). Dicho todo lo cual, ya sé —y no estamos para monsergas— que la “buena literatura” no es cuestión de género (y no me refiero al literario), y tampoco se trata de establecer cuotas, pero no deja de ser llamativa la perpetuación de la apabullante desigualdad en el terreno de la creación y de la crítica literaria, campos en los que, por otra parte, muchos de sus agentes y protagonistas protestan en favor de la eliminación de las “ancestrales barreras de género”. Y es que tal vez haya que mirar las cosas más de cerca: lo que parece claro es que a los críticos no les ha interesado especialmente la literatura de mujeres publicada en España en 2014. O que tal vez no han encontrado entre la inmensa oferta de libros mayor número de escritos por mujeres que merecieran mención. ¿Pereza, prejuicio o, tal vez, desidia? Tampoco, al parecer, entre las que se publicaron en 2013, en 2012, en 2011 y así sucesivamente. De hecho, no recuerdo (ya habrá quien me corrija si me equivoco) ninguna obra literaria escrita por mujer que haya obtenido nunca, entre nosotros, la consideración de “libro del año”. Y si todo eso no nos parece sospechoso y, por tanto, objeto de un debate cada vez más imprescindible, más vale que nos lo hagamos mirar.
Inmaterialidades
Resulta curioso recordar, ahora que tanto se habla de desmaterialización del libro, que antes de acceder a un soporte, toda la literatura comenzó siendo acústica. Se contaban historias para que alguien las escuchara y las refiriera a su vez a otros, perpetuando una cadena de transmisión “textual” que se confiaba a la memoria de cada contador, que iba introduciendo variantes en su materia y creando los primeros palimpsestos de la humanidad. Antes de sus fijaciones escritas, la Ilíada o los Vedas se transmitieron de ese modo. Incluso se sabe que, llegada la aurora del alfabeto, hubo quienes consideraron más fiable la transmisión oral que la escrita, por lo que evitaban “la tentación de lo escrito”. Eso, y la defensa de la memoria en el momento de su primera gran crisis (la aparición de la escritura), está en la base de la bellísima historia que Sócrates le cuenta a Fedro, según la cual cuando el dios Theuth, inventor de la escritura, le presentó su creación al rey Thamus, este la rechazó alegando que el invento provocaría el olvido en quienes lo aprendieran ya que “fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos” (Platón, Fedro, 275 a).
A pesar de todo, la literatura encontró sus soportes: de la arcilla al códice y a la prensa de Gutenberg. Por cierto que para los que creen que la difusión del libro electrónico —último avatar del libro— va más lenta de lo que se pensó, les recuerdo algunos datos suministrados por la sección de incunabula de la British Library: entre 1455 y 1465 (la primera década de la imprenta) se publicó en toda Europa una media de un título por año; entre 1465 y 1470, 200; entre 1470 y 1475, 729; 900 entre 1475 y 1480; y la progresión fue aumentando a ese ritmo hasta los 2.800 del lustro 1495-1500, después del cual la producción se disparó y la cantidad de nuevos títulos fue tal que ya no se pueden llamar “incunables”. Démosle pues tiempo al libro inmaterial (que, en todo caso, no es incompatible con el de carne y hueso).
Gays
La editorial Marcial Pons acaba de publicar en su modélica colección de historia el importante estudio (tesis doctoral remodelada) de Geoffroy Huard Los antisociales, cuyo subtítulo, Historia de la homosexualidad en Barcelona y París, 1945-1975, deja bien a las claras sus límites temporales y espaciales. Huard, siguiendo el modelo propuesto por George Chauncey en Gay New York (1994) se propone restituir sendos fragmentos de la memoria homosexual combatiendo, desde la investigación más rigurosa, los mitos del aislamiento, la invisibilidad y la interiorización del “mundo gay” en el momento previo a la “liberación”, y comparando sociabilidades y prácticas homosexuales y políticas represivas en el París democrático y en la Barcelona de la dictadura. Escasa mención a las lesbianas que, en el caso de España, deben seguirse conformando con estudios (también parciales) como los de Raquel Platero (Melusina) y Raquel Osborne (Fundamentos).
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