Viaje a Sanlúcar
Además de gran traductora y albacea de la obra de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez fue una escritora secreta. Este es el relato inédito de un periplo por Andalucía en mayo de 1989
Coincidencias: el viaje a Sanlúcar empezó con una emisión en la que Caballero Bonald hablaba, con gran poder de persuasión, de esta ciudad. Las imágenes completaban el efecto. Hoy, 5 de julio, exactamente dos meses después de la partida hacia Sanlúcar, desde Barcelona, con Alfredo y Philippe, la televisión anuncia la lectura de poemas de Caballero Bonald por el autor. El último está dedicado a Lluc Alcari, lugar donde veranearon Vargas Llosa, Carlos Courau, Héctor y Martha Arena, y donde Alfredo y Philippe suelen bañarse con los Biemel, previa inmersión de un termómetro —en el mar, claro— y regresar para el almuerzo con la cosecha de piñas gracias a las cuales, cuando esté cansada de Deyá, podré incendiar la casa y sus recuerdos.
Busco en la biblioteca las Historias de cronopios para repasar las "maneras de viajar". Sólo recuerdo con precisión la frase referida a las esperanzas que, como las estatuas, se dejan viajar por las cosas. Si es así, me pregunto si no entraré, al menos como viajera, en este grupo inocuo, inoperante, distraído.
Recuerdo también que Ulises, durante su viaje, se llama a veces "Persona" (nadie, o máscara en latín). Como si en el viaje uno no fuera nadie, como si lo que existiera fuese solamente lo que se ve. ¿Qué pasa si el viajero está demasiado presente? El viaje deja de ser. (Recordar los que hablan de la visita a la Pinacoteca de Brera, con el finado Pepe, delante de las ruinas de Itálica, o de los chipirones rellenos frente al monasterio de Matra. O los que se ven retratados en las novelas, otra gran propuesta de viaje. El viaje importa como metáfora).
Yo no sé si el delirio de la movilidad tiene que ver con la pasión por los viajes. El viajero ha sido sustituido por el turista, esa partícula de un montón que no se deja viajar por las cosas, que arrastra consigo la necesidad de seguir comiendo chucrut en el país de la paella, de encontrar panderetas cuando el mismo rock se oye en Hamburgo, en Moscú o en Sevilla. El gusto por lo diferente requiere una imaginación. Y el viaje es eso: imaginación en el punto de partida; memoria en el punto de llegada como arranque de otra imaginación: la imaginación del recuerdo. El viaje mismo, como en la historia de Zenón y la tortuga, es una imposible sucesión de inmovilidades porque el paso de una inmovilidad a otra es infinitamente divisible. Y tener pedestremente un billete de avión en el bolsillo no demuestra nada. El viaje (como el movimiento) no se demuestra andando.
La imaginación: el viaje a Sanlúcar nace de lo que imaginé viendo la emisión de Caballero Bonald y de lo que imaginaron Alfredo y Philippe cuando se lo conté. Lo que Caballero Bonald contaba era ya imaginario, aunque la televisión estuviera tratando en vano de darle consistencia de realidad. Y lo que yo vi, ¿era Sanlúcar o lo que quise ver después de conocer la versión de Caballero Bonald? ¿Y lo que vio Alfredo? ¿Y lo que vio Philippe?
Yo no sé si el delirio de la movilidad tiene que ver con la pasión por los viajes. El viajero ha sido sustituido por el turista
Sanlúcar, por hablar sólo de la meta, es Rashomón: un cuento contado por varias voces, una versión múltiple de una realidad que nunca sabremos cómo es o que quizá se componga de todas las versiones posibles. El caso es que una de ellas, el eco que en mí despertó la de C. B. y lo que la mía despertó en A. y Ph. (versiones de tercer grado) fue el móvil del viaje: un producto imaginario fabricado a partir de otros productos imaginarios.
Por tanto, si el viaje nace de una imagen, el único preparativo necesario es la obtención de un punto de arranque. Seguramente la realidad no confirmará lo que esperábamos y el viaje sólo estará logrado si de resultas de él creamos una imagen diferente que relegará la primera a la condición de hipótesis de trabajo, o de espejismo, o de simulacro. Es lo que va a pasar, creo, con Sanlúcar.
Así que a la esperanza las lecturas le servirán de poco, incluso las que vaya haciendo durante el viaje. Como lo sabe, prefiere una novela de Barbara Pym, la descripción de un mesurado té con pan y mermelada en una modesta vicaría, o de una fiesta de caridad donde los que han llevado morralla para vender, compran la ajena y todo da varias vueltas para llegar a las mismas o parecidas manos. Nada le hablará del último abencerraje o de la caída de Granada. Todo será ajeno a esa imagen arbitraria que guarda en el fondo de su memoria para preservarla mejor y para que su derrumbe sea más discreto, como si estuviera hecha de la arena de los sueños y permitiera surgir la otra imagen que no es de arena, sino de sombras quizá definitivas.
Hasta llegar a Sanlúcar todo pasa como las páginas de un libro que hojeamos rápidamente: algunas imágenes quedan pegadas a un comentario: las torres de vigía que jalonan largos trayectos, las flores, muchas, sobre todo rojas, que quisiera ver de cerca; los pueblos perezosos pero nítidamente derramados en la serranía, unas ruinas romanas que me impresionan menos que esas flores, ahora moradas, del otro lado de la alambrada que rodea, como un gran gallinero, los restos ilustres de un ágora y un teatro. De los pueblos incorporo el nombre que genéricamente, obviamente, reciben: los pueblos blancos. El nombre (quizá el plural) tiene más fuerza que la imagen misma.
Las ruinas de Itálica también están envueltas en el aura literaria de su nombre. Volvía a leer los versos que coronan la puerta de los toilettes, cerca de la entrada. Grupos de turistas admiran el sistema de alcantarillado; siempre causa sorpresa que los hombres de hace dos mil años fueran tan inteligentes como los de hoy, y por un instante una moderada modestia en la consideración de los propios méritos los vuelve algo más sensatos. A mí me impresionan los oscuros, húmedos pasadizos, como si las mazmorras guardaran más recuerdos que los patios, como si el lado negro de la vida fuera más tenaz en la memoria que el sol en los mosaicos.
Pero lo más evocador sigue siendo la hierba que crece obstinada entre las piedras, esa hierba, ella sí, eterna, que nace cada primavera de viejas raíces escondidas, y los cipreses, de apenas cincuenta años, que es como si hubieran estado siempre allí. El paisaje de Ronda no admite comparaciones; se remite a sí mismo. Hay una quietud salvaje y amenazadora en ese despeñadero por el que se precipitó el arquitecto del puente. Bajamos para mirar la ciudad en lo alto; me acordé (no puedo evitar las referencias a lo leído) de Manuscrito hallado en Zaragoza, de sus historias de ahorcados y de mellizas horribles como una muerte doble. Me acordé del conde Potocki, de Las mil y una noches, en el hotel Reina Victoria, con su pequeño jardín multiplicado en laberínticos senderos donde señoras inglesas cacareaban de una terraza a otra, y alemanes desparramados en blasfemos sillones de plástico (Rilke los perdone) se mezclan en mi recuerdo con las pantorrillas robustas de un grupo de ciclistas embarcados en un Romantische Reise, espectáculo de fuerza y juventud que me trae penosas reminiscencias de otra juventud sana de cuerpo y el alma podrida por el desprecio, que veía en noticieros y revistas de hace cincuenta años.
En Gibraltar, reducido para nosotros a una fila de coches en una carretera calcinada, esperando el momento de entrar en un inmenso mercado donde todo se compra, al parecer, más barato: transistores, magnetoscopios, cigarrillos, alcoholes, todo lo que atesora un mundo desesperado por gastar lo que no tiene; en Gibraltar, digo, sólo pensé en la frase del guía de Zazie: "Voici Gibraltar aux anciens parapets", pronunciada delante de la Samaritaine. Conseguimos escapar a la carretera, al olor a gasolina, al calor aplastante, dimos vueltas por unas calles vacías y polvorientas y salimos otra vez al campo.
Sanlúcar, por hablar sólo de la meta, es Rashomón: un cuento contado por varias voces, una versión múltiple de una realidad
Subimos a Gaucín, donde alguna vez Christiane pasó unas vacaciones (Christiane, a quien no conozco, estuvo muy presente durante el viaje, y desde Gaucín, Philippe le mandó una postal. De ella sé, además de diferentes historias de una vida como todas, que tiene los pies anchos, que fue o es vegetariana. Estas presencias ajenas, ¿tiene algún sentido que ignoramos? ¿Trazan alguna figura en nuestras vidas —concretamente en la mía— que se entendería si fuéramos capaces de atar tantos cabos sueltos? ¿De cuántas gentes que no conozco ni conoceré sé el número de zapato que calzan, la forma en que se visten, sus amores? ¿Cuántos sabrán de mis cosas que he olvidado? ¿Qué es esa vida que alguien teje remotamente alrededor de nosotros?).
Philippe ha escrito la tarjeta para Christiane. Vamos al correo a despacharla. Es una habitación con dos empleados. Poco interesante. Pero se llega bajando unos peldaños a un patio que es una calle, donde una mujer barre meticulosamente. Me siento a observarla, vigilo cada hoja, cada ramita, cada flor que, cuando las creo olvidadas, la mujer arrastra pacientemente con su escoba. Podría quedarme horas allí, mirándola; es evidente que también ella podría pasarse horas barriendo. Supongo que este es el secreto de la "vida de provincia", desprestigiada por el apetito de novedad, de variedad propio de la vida ciudadana, de su dinamismo que, como las máquinas de Tinguély, no sirve para nada, de esa aceleración del tiempo que nos acerca velozmente a la muerte. Esa mujer barriendo, yo mirándola, estamos aquí en una forma de vacío temporal que imagino parecido a lo eterno.
En Sanlúcar el palacio de la duquesa nos lo abrió Caridad. Así la conocimos sin saber todavía que era ella la que se ocuparía de nuestras vidas esos cinco días. Tras la verja negra, en la plaza de los Condes de Niebla, había un patio de tierra desnuda y limpia, un patio elegante, severo y alegre a la vez, casi humilde, blanco, de proporciones justas. A la izquierda, el ala más antigua del palacio daba a un jardín como un tablero de ajedrez, con unas plantas polvorientas metidas simétricamente en una tierra clara y reseca como arena. (Un muchacho con jeans hacía vagos trabajos de albañilería. Después comprobamos que esos trabajos, así como las excavaciones arqueológicas a cargo de la duquesa y su maisonnée, formaban parte de la vida diaria, y al bello jardinero-albañil volvimos a verlo varias veces). Las habitaciones grandes y frescas padecían una decoración multicolor, vagamente tirolesa, pero las duchas eran correctas, las camas limpias y por la mañana descubrimos el desayuno que era más que ducal: generoso de zumo de naranja, de café, de tostadas, de bizcocho casero. Y Caridad con su gran cara un poco caballuna y su delicioso acento, ahí para servirnos con naturalidad y discreción, como es propio de la gente verdaderamente aristocrática. Supimos que había una visita guiada del palacio y un archivo que no se visitaba pero que, dada nuestra distinción, la duquesa estaba dispuesta a mostrarnos. Así la conocimos. La presentación fue en condiciones un poco desconcertantes: en lo alto de la escalera oímos tirar de la cadena de un váter y vimos salir del reducto a la propia duquesa. Recorrimos las diversas habitaciones del archivo donde en destartaladas estanterías se apilaban carpetas con las cuentas de la casa de Medina Sidonia desde el fondo de los tiempos hasta el año anterior. La duquesa saltaba como un pájaro de un anaquel a otro, sacando con el pico el papel demostrativo de la eficacia, la modernidad y el espíritu auténticamente democrático de varios siglos de duques perseguidos y esquilmados por generaciones de reyes de bastardo origen burgués, según constaba en el opúsculo de la duquesa que se repetía en cada habitación para información de los huéspedes. En la visita previa del palacio, habíamos visto el viejo jardín novecentesco en ruinas, con algunas jaulas de gallinas y otras aves de más prestigio, pero igualmente raídas y desplumadas. Y vimos las excavaciones en una parte de la galería, excavaciones a las que se dedicaba con fervor de neófita la buena Caridad. En el curso del paseo divisamos a la americana, más joven que la duquesa, autora de los bizcochuelos.
Si el viaje nace de una imagen, el único preparativo necesario es la obtención de un punto de arranque
Caridad nos contó que una vez por mes se reunían con los notables de Sanlúcar en una tertulia en la que participaban las tres por igual, y seguramente era cierto, porque la duquesa, con su suéter rojo lleno de larapatas y sus viejos pantalones reveladores de sus piernas de pájaro, era como la fachada de su palacio y como Caridad: aristocrática y simple, familiar y distante.
Paseamos por calles desiertas, al costado de la vieja iglesia. Como en Jerez, me fascinaron las interminables paredes encaladas con sus escasas ventanas simétricas en lo más alto, los depósitos donde duerme el jerez sus largas siestas. Fue para mí, quizá, lo mejor del viaje. Y los cafés de la plaza, uno donde las señoras tomaban el café con leche de la tarde, y otro, el nuestro, frecuentado por hombres bebedores de manzanilla. Los mormones, escuálidos y negros de la cabeza a los pies, predicaban entre gritos de niños y madres, en el final voluptuoso de la tarde.
Al salir de Sanlúcar el viaje había terminado como si el mundo hubiese llegado a su fin. Nada podía resucitarlo, nada podía añadírsele, ni el hotel Alfonso XIII de Sevilla, ni la estación, tierra de nadie, donde esperamos el tren de regreso. Ahora el viaje trata de resucitar, penosamente, en las palabras.
© Sucesión Aurora Bernárdez
Aurora Bernárdez fue traductora de autores como Albert Camus e Italo Calvino. Viuda de Julio Cortázar, falleció en París el pasado 8 de noviembre a los 94 años.
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