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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Novela de Patricia Gadea

La artista precoz que se arroja por igual a la celebración del arte y a la vida exagerada

Antonio Muñoz Molina
'Sin título'. Serie Circo, 1994, de Patricia Gadea.
'Sin título'. Serie Circo, 1994, de Patricia Gadea.

La vida breve de Patricia Gadea es una novela; una novela que no requiere ser escrita y ni siquiera contada porque sucede una y otra vez en la realidad con todos los pormenores de un arquetipo narrativo. La novela de la vida de Patricia Gadea es la del artista precoz que irrumpe en el mundo desplegando facultades que parecen tan innatas como su atractivo personal, que es halagado y celebrado, que se arroja por igual a la celebración del arte y a la vida exagerada de los paraísos artificiales; el artista ansioso por viajar de la periferia a la metrópolis; el que de pronto ya no es joven ni nuevo y deja de ser celebrado por los mismos que halagaron su juventud y su novedad, en estos mundos de las artes que se envanecen de su propia trascendencia y son tan volubles como los de la moda; el artista que ahora se descubre en el margen, que se retira a la sombra o es empujado a ella, el que llega al declive tan anticipadamente como llegó a la plenitud, el que sigue trabajando en su involuntaria oscuridad con la misma perseverancia con que trabajó en medio del éxito, el que muere tan olvidado que muchos de los que lo conocieron ni siquiera llegan a leer su necrológica.

Esa novela del artista tiene a veces un capítulo póstumo que también se ha cumplido en el caso de Patricia Gadea: años después su obra tardía es descubierta, y se le presta una atención que tan bien le habría venido cuando estaba vivo. La novela de Patricia Gadea es la parábola amarga del artista en un mundo regido por la moda y el dinero, en un país que dilapidó los años de prosperidad en espectáculos y fuegos de artificio y no supo aprovecharlos para crear una educación sólida y un tejido cultural perdurable, un país embotado y satisfecho en su propia ignorancia y tan hostil a la imaginación y a la belleza como al conocimiento.

También es una novela generacional. Patricia Gadea, que nació en 1960, encontró que su primera juventud coincidía con el estallido cegador de las libertades. Como muchos de nosotros, los que empezábamos a hacernos adultos en esa época, los últimos setenta, los primeros ochenta, Patricia Gadea llegó simultáneamente al aprendizaje de su vocación y al de su ciudadanía, y navegó con aturdimiento y felicidad en el torbellino de todas las cosas nuevas que aparecían de golpe, todas mezcladas, el oro y el oropel, la ebriedad de la modernidad estética y las imágenes triviales de la publicidad, las libertades políticas y las sexuales, las galerías de arte y los bares nocturnos, lo internacional y lo castizo, la amenaza del golpismo y el resplandor turbio de las drogas, el triunfo masivo de los socialistas en las elecciones y la perduración de la mugre visual del atraso y de los últimos años de la dictadura: los marrones sombríos y la pana y las barbas del final de los setenta y los azulejos en relieve y las mamparas de cristal color caramelo y los paisajes al óleo con ciervos y cabañas en los escaparates de las tiendas de muebles y los nuevos coloridos pop de los grupos de moda y de las primeras películas de Pedro Almodóvar.

Patricia Gadea llegó simultáneamente al aprendizaje de su vocación y al de su ciudadanía, y navegó con aturdimiento y felicidad en el torbellino de todas las cosas nuevas que aparecían de golpe

Esa es la atmósfera en el arranque de la novela de Patricia Gadea: la artista de veintitantos años tiene una cara y un corte de pelo que podían ser los de la cantante en un grupo de entonces. Pero desde muy pronto su ambición y hasta su temeridad desbordan las limitaciones juveniles de su destreza, y pinta cuadros de grandes dimensiones y de composición muy elaborada, con una crudeza algo tosca que tiene que ver con la precocidad, pero sobre todo con el descaro jubiloso de quien está decidido a atreverse a todo, a abarcarlo todo: la tradición muy cercana entonces de la pintura abstracta y sus densidades materiales y la liviandad de la iconografía pop; la afirmación del presente y la nostalgia y la burla de los tebeos de la infancia; la textura sucia de las fachadas con grafiti y de los carteles de espectáculos gastados y desgarrados en la intemperie. Patricia Gadea mostraba su devoción por Jackson Pollock, por Luis Gordillo, por Van Gogh, y al mismo tiempo por las viñetas de Francisco Ibáñez en los tebeos de Bruguera y los dibujos animados de la televisión, y por los paisajes y los bodegones depravados de los comedores españoles.

Antes de llegar a Nueva York, Patricia Gadea estaba recibiendo valiosos influjos neoyorquinos: la vulgaridad muy calculada de Philip Guston, el sentido del movimiento sin sosiego de Keith Haring, el fraseo nervioso de los dibujos de Jean-Michel Basquiat, y también su amor por las superficies de las paredes y las viejas puertas de madera y las cortinas metálicas pintarrajeadas. En la novela de Patricia Gadea, Nueva York es el escenario inevitable del deslumbramiento y del desengaño: ese Nueva York todavía desastrado y vibrante de la mitad de los ochenta, la ciudad tentadora y peligrosa, sucia y barata, que parece prometerle todo al que llega y le niega casi todo, donde un artista aprende de golpe en algunos meses todo lo que en otro sitio le costaría años o no aprendería nunca, y donde también descubre la dificultad amarga de todo, el espejismo y la dificultad no ya del éxito, sino de la supervivencia.

Hay una ferocidad urgente, una afilada energía política en su apropiación de la imaginería de los carteles de circo para retratar y denunciar el gran circo de la vida pública española de aquellos tiempos

Regresada a España, en los primeros años noventa Patricia Gadea alcanza esa madurez fulgurante de quien encuentra al mismo tiempo lo que tiene que decir y la mejor manera, la única posible de decirlo. Hay una ferocidad urgente, una afilada energía política en su apropiación de la imaginería de los carteles de circo para retratar y denunciar el gran circo de la vida pública española de aquellos tiempos, el insensato desvarío colectivo de conmemoraciones y olimpiadas, la gran burbuja que ya había empezado a hincharse antes de que arreciara la burbuja inmobiliaria y especulativa del cambio de siglo, con su triunfalismo histérico de carcajada de payaso y su armazón endeble de carpa de circo.

Después viene el declive gradual, el retiro. En la novela de la vida de Patricia Gadea el itinerario que la llevó de Madrid a Nueva York conduce ahora a Palencia, al desgaste físico prematuro y a la soledad, a una clínica de desintoxicación. Pero el amor por el trabajo no termina nunca. En una sala del Reina Sofía de Madrid, en la galería García, pueden verse obras suyas de los últimos años, muchos dibujos, sobre todo, en formatos pequeños ahora, tinta sobre papel muchas veces, en un tono menor, como en voz baja, como de anotaciones en cuadernos, una maestría fatigada e irónica, una depuración para llegar a lo más despojado y verdadero de quien uno mismo es, cuando ya parece que no importa nada, que nadie presta atención. Hace años me dijo Carlos Pujol que no hay novela que no sea una novela de fantasmas. A mí me gustaría imaginar que el fantasma de Patricia Gadea deambula con una sonrisa complacida, desengañada y sabia, por estas salas de exposición en las que tan tardíamente se le hace justicia.

Patricia Gadea. Atomic-Circus. Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 5 de enero de 2015.

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