La semana de los espantos
Eterna candidata al Nobel, Joyce Carol Oates sigue mostrando un gran rigor literario
Terminó la semana de los espantos, marcada, en primer lugar, por la machacona revelación de nuevas chorizadas y fechorías perpetradas por individuos considerados por los suyos dechados de honradez; y, en segundo, por el repugnante espectáculo de las hipócritas disculpas de quienes los habían colocado en los negociados desde donde delinquieron mientras nos tomaban por pisahormigas, por emplear un término caro a Galdós. Luego se espantaron los que más tienen que perder ante el ascenso espectacular de una nueva fuerza política —algunos la llaman Pablemos— que cataliza el descontento de una ciudadanía cuyas certezas se han ido disolviendo en el aire gracias al esfuerzo simultáneo de las fuerzas políticas hasta ahora mayoritarias. Por cierto que Rafael Chirbes, que sigue tan alucinado como cada quisqui la deriva del paisaje político, me recordó uno de esos días el tremendo final de Cánovas (1912), el último y más pesimista de los Episodios Nacionales, en el que puede leerse (además de una muy actual descripción de los políticos que “se constituirán en casta”) lo siguiente: “Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación”. El espanto llama también al espanto (aunque sea como irrisión), por lo que un buen broche final para la espantosa semana fue la celebración callejera de Halloween, esa tan castiza tradición cuyos orígenes se remontan a Atanagildo (circa 500-567) y que desde entonces ha venido haciendo las delicias de pequeños y —cada vez más— mayores. Y, sin embargo, mientras bajo mi ventana un grupo de máscaras celebraba con etílicos berridos la fiesta del miedo, no me he puesto careta alguna para repasar la impecable edición de Drácula ilustrada por Fernando Vicente que acaba de publicar Reino de Cordelia, y en la que se incluye, además de la traducción de Juan Antonio Molina Foix que ya había publicado Cátedra, un prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Una lectura muy apropiada para un Zeitgeist poblado de chupasangres.
Loterías
Con Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) ocurre como cuando te ofrecen en la oficina una participación de lotería de Navidad: uno termina comprándola a desgana solo por si resulta que, después de rechazarla, les toca a los demás. Todavía recuerdo la imagen lejana de algunos empleados de la Casa del Libro de Madrid tirándose de los pelos por no haber comprado participaciones de un número que resultó premiado en la lotería navideña de 1984, hace ahora treinta añitos. Pues con Joyce Carol Oates (JCO) ocurre un poco lo mismo: eterna candidata al Nobel y, a la vez, uno de los autores literarios más prolíficos del mundo, lo cierto es que ninguna de sus actuales editoriales se atreve a dejar de publicar un nuevo libro suyo, por débiles que sean los rendimientos económicos del anterior, no vaya a ser que fuercen su salida del catálogo justo el año en que los de Estocolmo se acuerdan de ella. Y es que JCO es una grafómana cuya obra se encuentra dispersa —sólo en castellano— en una quincena de sellos diferentes. Su primer libro se publicó en 1966, y desde entonces no ha parado de darle a la pluma (escribe a mano) contra viento y marea: su producción literaria comprende más de cincuenta novelas (con su nombre y con seudónimos), treinta y tantas colecciones de relatos, obras de teatro, libros de poemas, ensayos y conferencias, libros para niños y jóvenes adultos, y no sé si me olvido de algo. Ha ganado casi todos los premios importantes que se conceden en Estados Unidos (menos el Pulitzer, una espinita clavada) y muchos de los que se dan en Europa. Solo en 2013, por no irme más lejos, publicó tres novelas. Alfaguara, su actual editorial (que sustituyó a Lumen, donde Silvia Querini inició y clausuró una “biblioteca de JCO”), ya le lleva publicados 10 libros, y sigue contando. Su última novela, Carthage (Alfaguara), sigue estando, como la mayoría de las suyas, por encima de los estándares, y en ella vuelve a tocar los temas que le obsesionan con el rigor literario (y la preocupación formal) que le caracteriza. A mí me ha recordado otra novela “familiar” suya, Qué fue de los Mulvaney (Lumen, 1996), aunque en la nueva la “exploración” de las consecuencias que para los miembros de las familias implicadas tiene la desaparición de una muchacha, y la reflexión acerca de la culpa colectiva e individual, adquiere tintes mucho más radicales y contemporáneos (incluyendo a un militar expatriado de Irak). Por lo demás, JCO no disimula su deseo de contar una historia trágica e inmortal, lo que a veces se le nota demasiado: el padre de familia se llama Zeno (Zenón), las hijas Cressida y Juliet, la pequeña ciudad burguesa y convencional, Carthage, etcétera. En fin, una buena novela, como (casi) siempre, de una escritora más que decente. Aunque uno se pregunta qué haríamos si todos los novelistas que nos interesan publicaran un par de libros al año.
Transversales
De un tiempo a esta parte se han puesto de moda las historias transversales elaboradas a partir de un año considerado significativo o troncal. Son libros, en general, de divulgación media en los que la investigación histórica se complementa a menudo con un abundante anecdotario pensado para interesar a un lector no especializado. Los autores y editores suelen hacer coincidir esos “estudios anuales” con un aniversario o el centenario de acontecimientos importantes (una guerra, un descubrimiento fundamental, la publicación de una obra esencial). Así, en los últimos años se han publicado, por ejemplo, libros como 1493, una nueva historia del mundo después de Colón, de Charles Mann (Katz); 1913, un año hace mil años, de Florian Illies (Salamandra); bastantes libros que llevan el año 1914 en su cubierta y de los que, a vuelapluma, me acuerdo de los de Max Hastings (Crítica), Antonio López Vega (Taurus), Max Gallo (Roca) o —sólo en su versión española— Margaret McMillan (Turner). A veces el año va unido a una ciudad, como en el estupendo Moscow, 1937, de Karl Schlögel, un estudio transversal del momento de apogeo del estalinismo y que, desde que leí en su traducción inglesa (Polity), no he dejado de recomendar a mis amigos editores (que, por ahora, han hecho caso omiso); o como el celebrado Berlín. La caída: 1945 (Crítica), de Antony Beevor. Precisamente, de Berlín y de ese año a la vez terrible (para los alemanes) y esperanzado (para los aliados), se ocupa también Año Cero, historia de 1945, de Ian Buruma (publicado hace unos meses por Pasado y Presente), una estupenda recreación de la vuelta a la “normalidad” en los países derrotados de Europa y Asia, y principalmente en Alemania y Japón: hambre, destrucción, represalias, venganzas, masacres, pánicos morales, en ese terrible paisaje social y humano tras la mayor carnicería de la historia. Uno de los mejores ensayos que he leído sobre “el día siguiente” de la victoria aliada.
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