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Columna
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Esposas

Pienso en Carmela Soprano cada vez que las esposas de tantos políticos y empresarios enfangados proclaman haber permanecido en el limbo respecto al lujo que disfrutaban

Carlos Boyero

Carmela Soprano juró en el sagrado sacramento del matrimonio que estaría a perpetuidad en lo bueno y en lo malo al lado de su volcánico aunque entrañable marido Tony. Además de no perderse una misa, hacer caridad junto a sus amigas, intentar educar a una hija muy lista y al tarugo de su niño, posee una moral relajada respecto a las actividades de su marido. Bueno, a veces se encabrona con él, no ya por su afición a las putas, sino cuando las amantes fijas llaman a casa a darle la brasa.

Pero las infidelidades se pueden perdonar con el regalo de un diamante, un abrigo de chinchilla, un reloj Patek Philippe, una mansión en la playa, un Mercedes, un fondo de inversiones, esas cositas. Y sabiamente no pregunta de dónde salen tan generosas pruebas de amor. Sabe que tanto esplendor no puede venir de la recogida de residuos. Sale del crimen, la corrupción, la extorsión, el robo, las drogas, la usura, la infamia en sus infinitos registros, esas cosas que su religión condena. A cambio y de la armonía y de su espectacular tren de vida, está dispuesta a creerse que los amigos y familiares que desaparecen no se los ha cargado su esposo y que la lluvia de dólares viene del cielo. Y si alguna vez le asalta el sentido de culpa, sabe que la confesión ante un cura comprensivo te redime.

Pienso en esta señora de ficción cada vez que las esposas de tantos políticos y empresarios enfangados proclaman haber permanecido en el limbo respecto al lujo que disfrutaban, las cuentas en paraísos fiscales, la ancestral incomunicación respecto a la economía familiar que mantenían con sus calumniados, imputados, juzgados o entrullados esposos. El cinismo de estos seres angelicales respecto al origen de sus fortunas imagino que puede causar rubor no ya a los sabios jueces que decidirán la culpabilidad o la inocencia de sus maridos, sino a cualquier observador que posea más de dos neuronas de este robo generalizado que solo admite un interrogante: ¿Quién entre los próceres no metió la pezuña?

Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, afirma la Biblia. Este debe de ser el principio favorito de la esperpéntica Esperanza Aguirre. Ni puta idea tenía la dama sobre los negocios de sus entrañables Granados y López-Viejo. Ni de Gürtel. Ni de los alcaldes manguis que colocaba a dedo. Bendita sea su ignorancia.

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