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Columna
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Corten

David Trueba

En su Sillón de orejas del pasado número de Babelia, Manuel Rodríguez Rivero daba cuenta de los engranajes de la censura en nuestro mundo editorial. Lo relacionaba con la publicación del ensayo Censors At Work. Cualquier tentación de convencerse de que la censura fue un cuento del pasado de párrocos trasnochados es mejor desecharla. Hoy, la censura trabaja asociada al dinero, que es el nuevo dios. Porque si hay algo coincidente a lo largo de los siglos es que el mecanismo censor necesita siempre invocar una superioridad moral. Cuando Dios dejó de existir, los censores se pusieron a buscar otra motivación para proteger a los súbditos de los daños irreversibles que una exposición desmesurada a la verdad podían causarle.

En nuestro entorno, donde los representantes del altísimo en la tierra han sido ya reiteradamente desenmascarados, la censura se ejerce con las listas negras, opacas e higiénicas. En la televisión, por ejemplo, son de manejo reiterado y las padecen todo tipo de profesionales, a veces por ejercer el derecho a la libre opinión, y también por azares caprichosos o fobias personalísimas. Amparadas bajo la libertad de decisión de los directivos, no sabemos muy bien cómo tratar estos episodios. Un código ético a estas alturas suena a cuento de hadas. En el mundo islámico, la censura es de corte clásico. No queda otra que rechazar las invitaciones a festivales donde se pretende proyectar tu película con tijeretazos, con manazas que se plantan delante de la pantalla e invocaciones a que el pueblo, en esos rincones, no está preparado para ver una teta y más si está sin operar.

Hace poco en un vuelo de Qatar Airways pude ver la tan divertida Ocho apellidos vascos con sus cortes pertinentes cada vez que los dos jóvenes protagonistas se besaban demasiado o se quedaban en ropa interior. Es curioso que en todos los rincones del mundo sea considerado más peligroso un atisbo de sexo, un momento de leve erotismo, que alguien volando sesos, poniendo bombas, disparando a gente, reventando hígados. La violencia no recibe cortes porque está reivindicada por el entretenimiento, y sus comentaristas, como algo sano, inteligente y catárquico. Los menores pueden hartarse de sangre y agresividad, pero hay que protegerlos de la visión traumática de un culo. Así nos va.

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