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EXTRAVÍOS
Columna
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Aurúspice

Cualquier lector de la versátil obra de John Berger se ha percatado de su aliento poético

Aunque, en principio, no ejerza como tal, cualquier lector de la versátil obra del escritor y artista británico John Berger (Londres, 1926) se ha percatado de su aliento poético, con lo que no le extrañará que el Círculo de Bellas Artes de Madrid haya editado un libro bilingüe en inglés y en castellano con prácticamente todos sus poemas: Poesía 1955-2008, obra al cuidado de Jordi Doce y Nacho Fernández R., y traducciones de este último, Pilar Velázquez y José María Parreño, a la que además se le ha añadido algo tan fundamental como el registro sonoro de la voz de este autor recitando sus versos. Sea cual sea su aliento lírico, si Berger no ejerce como poeta profesional, no es por un ataque de falsa modestia, ya que ha escrito sobre todo, y a través de todos los registros genéricos, sin mirarse las uñas, sino, justo al contrario, por la alta consideración en la que emplaza la poesía, tan relevante para él que no cabe en ninguna rutina o casillero administrativos.

“Tengo la sensación de que mis poemas no están datados”, escribe Berger en el prefacio a su compilación poética. “Que todos fueron escritos en un mismo momento intemporal”, con lo que se entiende que no tiene mucho sentido su ordenación cronológica; pero para, a continuación, añadir que tampoco es significativo dónde fueron escritos, porque, se pregunta, “¿dónde está uno realmente cuando llega un poema? En ningún lado, sin duda”. Paradójicamente, esta intemporalización deslocalizada del adviento del poema le lleva a Berger a calificar la creación poética como un adjetivo; esto es: algo que acaece circunstancialmente a cualquiera, en vez de como un sustantivo, algo que nos pertenece por naturaleza y/o de lo que jurídicamente podemos apropiarnos. En el fondo, lo que defiende Berger es el poema como la recepción de un don y, por tanto, al poeta como alguien inspirado, como un aurúspice, término de origen latino que significa “el inspector u observador de los aires, auras, vuelos, soplos”; en suma: el que está pronto a “beber los vientos” del misterio, que eventualmente te pueden inspirar, pero que fatalmente debes expirar. Definitivamente: algo que quizá te ocurra, pero que no puedes jamás retener como tuyo. Un adjetivo de la existencia y no un título de propiedad.

Durante el medio siglo largo de ejercicio poético de Berger, nos encontramos con las obsesiones recurrentes del autor, y, entre ellas, cómo no, con la del arte, pero hay como una soterrada pesquisa que sobrevuela por entre todos sus versos y que, cada vez, inquiere precisamente sobre la razón de ser del poetizar. En un caso, sin embargo, esta inquisición se hace, en mi opinión, explícita en el texto que titula Doce tesis sobre la economía de los muertos. Lo que allí plantea Berger no es solo la estrecha e indisoluble relación de la vida con la muerte, o, si se quiere, la de los seres humanos mortales con la muerte, sino cómo la única vía comunicativa entre vivos y muertos es la poética. Es obvio que los hombres vivimos para morir, pero también gracias a los muertos, a los que les debemos nuestro cuerpo y nuestra alma, nuestros genes y nuestra cultura. En todos los sentidos, así, pues, existimos bajo el amparo de la gran población de los muertos, que son, como acertadamente se dice en el lenguaje coloquial, nuestros deudos. La forma con la que los vivos conversamos con los muertos es mediante una introspección rememorativa, pues estos cohabitan en nuestra naturaleza y en nuestro espíritu, pero, se pregunta Berger, qué clase de interlocución cabe por parte de los muertos al estar ya fuera del tiempo y, por tanto, sin más memoria que la de haber sido arrojados cierta vez al tiempo, un único recuerdo que se amplía según aumentan los muertos. No obstante, el diálogo no se quiebra gracias a la imaginación, pues los vivos podemos acceder puntualmente a la intemporalidad mediante ciertos estados de inspiración, mientras los intemporales muertos recuerdan haber expirado. Este es, según Berger, el punto de encuentro entre ambos, todo lo frágil que se quiera, pero esencial, como la poesía y el arte. Perder este contacto nos deshumanizaría y, en vez de vivos y muertos, seríamos “eliminables” y “eliminados”, productos seriados.

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