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Agonía

Cómo vivir la muerte, la única cuestión que realmente nos interesa a los humanos mortales

Redescubierto en Roma el 14 de enero de 1506, el célebre grupo escultórico conocido como Laocoonte, obra helenística realizada en el siglo I antes de Cristo probablemente por Atenadoro y Polidoro de Rodas, quizá haya sido la pieza artística más debatida por los modernos de la cultura occidental, entre el siglo XVI y ahora mismo. En el momento de su exhumación, ciertamente causó sensación como ejemplo simpar de perfecta imitación y de expresividad, lo que explica que fuera usado como modelo por muchos artistas, desde el mismo Miguel Ángel hasta los pintores barrocos, como quedó perfectamente ilustrado en la interesantísima exposición titulada Las Furias, que se exhibió recientemente en el Museo del Prado, así como está patente en la actual de El Greco y la pintura moderna, en la que se muestra el Laocoonte, según la maravillosa versión del cretense afincado en España. Quien esté interesado sobre este tema artístico y estético crucial puede consultar el libro Laocoonte. Fama y estilo (Vaso Roto), de Salvatore Settis, recién traducido a nuestra lengua, donde se aportan un sinfín de documentos sobre la fortuna crítica de esta escultura desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII, aunque precisamente, a partir de esta última centuria, que marca el origen de nuestra era, la obra se convirtió en la raíz de la mayor parte de nuestros debates sobre arte, porque se ajustaba al salto cualitativo de una concepción de éste como belleza, a otra como sublime. El tratado titulado De lo sublime —del que, por cierto, se ha publicado una nueva versión en castellano (Acantilado)—, escrito en la misma época en que se ejecutó el grupo del Laocoonte, defendía una idea del arte anticanónica, basada en lo ilimitado,y, por tanto, solo plenamente aceptado en nuestra época, que busca un modelo de arte diferente al clásico.

Se podría continuar hasta el infinito enhebrando muchos más datos documentales sobre la cuestión, pero no es mi intención aburrir a quien me lea con el prolijo inventario de los mismos, sino transmitirle mi emoción puntual al asistir al espectáculo de Orfeo y Eurídice, ópera del compositor Christoph W. Gluck (1714-1787), según la versión coreográfica que realizó la genial Pina Bausch (1940-2009) en 1975, ahora retomada por el Ballet de la Ópera Nacional de París en coproducción con nuestro Teatro Real. El estreno de dicha ópera tuvo lugar en Viena en 1762, apenas un par de años después de que el escritor y dramaturgo alemán Lessing publicara su Laocoonte o sobre las fronteras entre la pintura y la poesía, y un lustro antes de que este mismo autor diera a conocer su otro ensayo Cómo los antiguos representaban la muerte, justo el mismo año en que Gluck estrenó Alceste, otra composición operística que también giraba sobre el imposible-posible regreso de los muertos.

Hay, desde luego, mucha tela que cortar sobre la muerte y resurrección de los humanos, en absoluto una cuestión obsoleta en nuestro secularizado mundo actual, como lo demuestra la escalofriante película Vértigo (1958), de A. Hitchcock, o la coreografía de Pina Bausch. Sobre lo concebido por esta última, me impresionó sobremanera reconocer, en su interpretación del lenguaje de los cuerpos humanos en trance agónico, la impronta no solo del grupo clásico del Laocoonte, sino la grafía de ese trío de dibujantes sublimes de la segunda mitad del siglo XVIII que fueron William Blake, Henry Fusely y John Flaxman, portaestandartes de la modernidad. ¿Por qué? Por supuesto, no por una cuestión de erudición académica, sino porque nos enfrentan, ellos mismos y Pina Bausch, con el trance de cómo vivir la muerte, la única cuestión que realmente nos interesa a los humanos mortales. ¿Y cómo lo hacen? ¿Cómo gesticulan los muertos? Pues ¡igual! Porque la vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda y el canto de ésta, la agonía, la lucha por sobrevivir.

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