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PURO TEATRO

El hijo de María

Gran éxito, en el festival Grec, de 'El testamento de María', de Colm Tóibín, debut como director teatral de Agustí Villaronga, con una impresionante Blanca Portillo. Se verá, en otoño, en el Valle-Inclán

Marcos Ordóñez
Blanca Portillo, en un momento de su actuación en 'El testimonio de María'.
Blanca Portillo, en un momento de su actuación en 'El testimonio de María'.Josep Aznar

La perla de este Grec que ya termina, perla durísima, oscura, convulsa y hermosa, ha sido para mí El testamento de María,de Colm Tóibín, en la capilla del Convento de los Ángeles, un espectáculo que tenía que hacer Rosa Novell (¡adelante, Rosa!) y que luego pasó a manos de Blanca Portillo, a las órdenes de Agustí Villaronga, en su imaginativo y trabajadísimo debut como director teatral. Firma, asimismo, la excelente adaptación, que elige los pasajes más intensos del relato, a partir de la no menos notable traducción de Enrique Juncosa publicada por Lumen.

Tóibín es uno de mis escritores de cabecera, desde que devoré El maestro (2004), lo mejor que he leído sobre Henry James, y la preciosa Brooklyn (2009), que también les recomiendo muchísimo.

El testamento de María (2012), estrenada por Fiona Shaw en el Walter Kerr de Nueva York, es una pieza herética, sugestivísima, llena de humanidad. Tóibín, Villaronga y Blanca Portillo me hacen entrar plenamente, por el verismo de su construcción, en la mente y el corazón de esa María pagana que vive sus últimos días en Éfeso, atormentada por la culpa, por el odio desatado contra Jesús, intentando contraponer su verdad, cuenta, al relato mítico de los evangelistas, que la tienen entre protegida y secuestrada. Una María altamente verosímil, una mujer de campo, quizás ignorante pero con los pies en el suelo, que tiene “un hijo al que no entiende ni acepta, pero al que no puede dejar de amar”. Como la madre al que le sale un hijo revolucionario, un hijo repentinamente cambiado, casi como si se hubiera unido a una banda terrorista. Una madre que va a Canaan para rogarle que vuelva a casa, que se oculte, porque está convencida de que le van a matar. Me imagino así a la madre de cualquier fusilado. No cree que su hijo sea el hijo de Dios. ¿Cómo va a creer eso? Lo normal es que lo contemple con extrema desconfianza, que lo vea como un brujo, un hechicero que ha convertido a Lázaro en un muerto viviente, en un monstruo (soberbia idea) que a todos aterroriza. Tampoco comprende, cómo podría comprenderlo, el motivo, la razón de su espantoso sacrificio. “Ha muerto para salvar el mundo y darnos la vida eterna”, le dice un apóstol. “¿Cómo, muriendo en una cruz?”, responde ella. “¿Salvar a todo el mundo? No merecía la pena…”. Es lógico imaginar a la María pagana dibujada por Tóibín, una María creyente en la benéfica, totémica, bondadosa Artemisa, “diosa de todo lo que crece”. El escritor no presenta a María como a una santa sin mácula (es decir, inmaculada), según la imaginería católica (tan hermosa, por otra parte), sino como una mujer contradictoria, valiente pero por haber cometido una cobardía que la corroe día tras día: huyó llena de pánico, no estuvo junto a su hijo a la hora de su muerte, y esa culpa atroz, porque en su mundo no hay resurrección, es lo que la hace más humana a nuestros ojos. Es un Stabat Mater a la inversa, un dolor en off, fuera de campo: ese agujero negro es el gran centro del texto y de la interpretación de Blanca Portillo. Me parece muy verosímil, pero también creo que al cuadro que pinta Tóibín (aunque muy acorde a la visión del personaje) le faltan colores: es negrísimo, de un descreimiento absoluto. No hay ni un atisbo de lo sagrado, de trascendencia, de espiritualidad. Para María, los apóstoles son fanáticos y Cristo es una voz fría que le dice: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer?”; una voz que a ella le suena “del todo falsa, de tono afectado” en sus sermones. Sin embargo, es difícil no conmoverse ante su insoportable dolor en el momento de la crucifixión: basta el cruce de sus miradas en el calvario (los ojos de Blanca Portillo, arrasados por las lágrimas), su voz diciendo: “Era el niño a quien había dado a luz y ahora estaba más indefenso que cuando vino al mundo”, hijo de María, carne mortal. Ella es, esencialmente, una madre que pierde a su hijo. Peor: una madre que no puede impedir la pérdida de su hijo.

Blanca Portillo: qué castellano tan limpio, bien dicho, tan bien sentido, y cómo sacude su cuerpo, palabra a palabra

Precioso lugar, la capilla del Convento de los Ángeles. Sencilla y poética escenografía de Frederic Amat, que evoca y sintetiza los diversos espacios recorridos en la narración, con un extraño almacén de recuerdos al fondo, y un pozo luminoso en un lateral, y la mesa de Canaan que también parece brotar de lo hondo. Extraordinaria, tremenda interpretación de Blanca Portillo, que te mantiene en vilo de principio a final. Qué castellano tan limpio, tan bien dicho, tan bien sentido, y cómo sacude su cuerpo, palabra a palabra. Hay que ver cómo pasa la Portillo por todas las estaciones de su viacrucis, cómo nos hace ver a todas las mujeres que habitan en su cuerpo, porque tan pronto ves a una refugiada de ahora mismo como a una campesina medieval, varada en un universo desolado; y a una mujer tan indomable como Juana de Arco (“lo que he visto me hizo salvaje”), a una mujer lúcida pero quizás negándose a aceptar lo prodigioso. Pensé en Pasolini; pensé, a ratos, en el sustrato terreno, humilde, proletario, de El evangelio según Mateo, pero aquel evangelio era muy fiel al texto bíblico, y pensé de nuevo, claro, en Mamma Roma,y en su hijo agonizando sobre una tabla en la cárcel de Regina Coeli, Mamma Roma que también comprendía todo y no comprendía nada. Esa María que en su cuerpo y en su voz alcanza una fuerza mítica cuando la oímos invocar: “¡Si el agua puede volverse vino y los muertos regresar a la vida, entonces yo quiero que el tiempo retroceda!”. Sí, para que su hijo viva y, como escribió Azúa en su memorable artículo, “para que ella pueda reparar su traición: la madre del Salvador transformada en heroína griega”. También son muy pasolinianos algunos bellos atavíos (sobre todo uno, muy a lo Medea) de Mercé Paloma.

El testamento de María ha estado cuatro días en el Grec. Podrán verlo, gracias a su coproducción con el CDN, en el Valle-Inclán, a partir del 19 de noviembre; en marzo, en el Lliure, y gira por España: no se lo pierdan.

El Grec se acaba, sí. A mí me queda por ver (tengo muchas ganas) Romance de Curro el Palmo (mañana, último día), un espectáculo en torno a los personajes y el mundo de la famosa canción de Serrat, con Antonio Canales al frente de un amplio reparto, a las órdenes de ese director atípico y afiebrado que es Jaime Villanueva. No se lo contaré la semana próxima porque me voy de vacaciones. Nos vemos en septiembre. No dejen de ir al teatro, que en verano sigue abierto.

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