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Versos de barro y muerte

Muchos jóvenes que combatieron en la I Guerra Mundial legaron la poesía antibélica moderna En las trincheras, los escritores pasan del júbilo del idealismo a la angustia y la decepción.

Fernando Gualdoni
Destacamento de trabajo del Regimiento de Manchester del Ejército británico en Ancre (Serre, Francia) en marzo de 1917
Destacamento de trabajo del Regimiento de Manchester del Ejército británico en Ancre (Serre, Francia) en marzo de 1917The Art Archive / Imperial War Museum

Cualquier mañana de un 11 de noviembre en Londres es inolvidable. La mayoría de las personas, sin importar su edad, credo, nacionalidad o color de piel, salen a la calle con una flor roja en la solapa. Si alguno no la tiene o se le ha olvidado, ya habrá alguna organización caritativa que le dé una a cambio de donar unos pocos peniques o una libra. La pequeña amapola conmemora el armisticio de la I Guerra Mundial y la sangre derramada por muchos jóvenes británicos y de otras partes del mundo, cuya prematura muerte privó a la humanidad de talentos en las artes y las ciencias. También simboliza la vida que emerge en medio de la devastación de una guerra, la belleza que se impone al horror. Así lo vieron los soldados en la primavera de 1915 en los campos de batalla de Bélgica y así lo retrató una generación de imberbes poetas que pereció en las trincheras o sobrevivió solo para recordar el horror.

La idea de usar la bella amapola roja como símbolo de los caídos fue de Moina Belle Michael, una secretaria de la oficina central de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA) en Nueva York. Unos días antes del armisticio del 11 de noviembre de 1918, Moina leyó en una revista el poema We shall no sleep (No podremos dormir), más conocido por el título In Flanders fields (En los campos de Flandes), del oficial médico canadiense John McCrae, fallecido a principios de ese último año de contienda a causa de una neumonía. Tenía 45 años. Ese día, el 9 de noviembre, se celebró una conferencia en el YMCA, y Moina, inspirada por el poema, corrió a una tienda a comprar amapolas para repartir entre los asistentes y consiguió una veintena de flores artificiales hechas de seda en una gran tienda llamada Wanamaker’s (hoy Macy’s). En su autobiografía, titulada The miracle flower (La flor milagrosa), Moina Michael relata todos sus esfuerzos para convertir la amapola en el símbolo de los caídos. Su campaña en EE UU fue secundada en Europa por la francesa Anna Guérin, también secretaria del YMCA, que organizó las primeras ventas de flores para recaudar fondos para las viudas y huérfanos de los muertos en los más de cuatro años de guerra.

In Flanders fields, escrito en los primeros días de mayo de 1915, en medio de la segunda batalla de Ypres, tiene hoy la misma fuerza desgarradora que hace casi un siglo. Sus versos están entre los más representativos de un conjunto de poemas escritos por los jóvenes soldados que perdieron lo que les quedaba de inocencia y la vida entre el barro, el ruido, las ratas, los piojos y el hambre en los campos de batalla de Europa. Muchos se habían enrolado en la poesía georgiana antes de la contienda, otros eclosionaron y se apagaron en las trincheras. La mayoría escribe unos primeros versos henchidos de patriotismo e idealismo para luego reflejar el dolor y la podredumbre de la guerra de la forma más descarnada, desde la primera línea del frente y tras presenciar las espantosas muertes de sus camaradas y amigos a manos de las nuevas máquinas de guerra nacidas al albor de la revolución industrial y de las armas químicas. Había nacido la poesía antibélica moderna.

El poeta más significativo de todo este grupo por su ritmo, su profundidad y su técnica es Wilfred Owen. Se enrola en octubre de 1915 y muere en batalla apenas una semana antes de la firma del armisticio. Su poesía comienza a tratar los mismos temas que los demás: el horror, la agonía, la muerte con dolor. Pero muy pronto pasa de la descripción de la violencia a meditar sobre ella, a denunciar que una valiosa juventud estaba siendo sacrificada inútilmente. Tengo una cita con la muerte (Linteo, 2011), una antología bilingüe de poetas que perdieron la vida en la I Guerra Mundial, arranca con una cita de Owen: “Sobre todo no estoy preocupado por la poesía. Me ocupo de la guerra, y de la pena de la guerra. La poesía está en la pena”.

Owen escribió la mayoría de sus mejores poemas en un plazo de apenas dos meses en 1917 en un pequeño cuarto alquilado de una casita de campo próxima a un campo de entrenamiento militar en Ripon, en North Yorkshire. Fue después de pasar unos meses en el hospital Claiglockhart, cerca de Edimburgo, donde se recuperó de las heridas sufridas en el frente. Allí conoció a Sigfried Sassoon, y ese encuentro, según los estudiosos, fue clave en el cambio de rumbo que tomó la poesía de Owen. Hasta ese agosto de 1917, Owen había acumulado no pocas experiencias traumáticas en el frente francés, pero sus textos hasta entonces indican que creía que la guerra debía seguir librándose. Sassoon, en cambio, estaba ya comprometido con el pacifismo y asqueado con el cinismo de los políticos. En julio de 1917, en un comunicado muy subido de tono para un oficial británico, Sassoon critica abiertamente la “prolongación injustificada de la guerra” y opina que la contienda ya no era para “defender ni liberar nada”, sino un acto “de agresión y conquista”. En vez de ser sometido a un consejo de guerra por insubordinación, Sassoon fue internado en Claiglockhart y retenido allí para acallarlo con la excusa de interminables tratamientos contra los traumas del frente bélico.

Sassoon nunca fue más allá de los versos de protesta y, en cierto modo, lo reconoció en un poema llamado Testament (Testamento): “Oh mi corazón, cálmate; has agotado el llanto; has hecho tu papel”. Owen, aunque descarnado en sus versos, no llegó a comulgar con el pacifismo como Sassoon. El poeta de Oswestry (Shropshire) es profundamente patriótico y cristiano, y en sus versos no sólo describe el horror del combate, sino que reflexiona sobre el atropello de los valores que representan al héroe y el heroísmo. La I Guerra Mundial desfigura el concepto de héroe tradicional del que se nutre la literatura épica durante siglos. La fe en el ideal noble y la causa justa, la generosidad hacia el vencido, el reconocimiento de la superioridad del adversario; todo se derrumba ante la frialdad de las máquinas de guerra y el asesinato calculado y en masa. Owen da cuenta de la falta de espiritualidad en los campos de batalla en su poema Anthem for doomed youth (Himno a la juventud condenada): “¿Qué toque de difuntos para los que se mueren como reses?”.

El poema ‘En los campos de Flandes’, de 1915, inspiró el uso universal de la amapola para recordar a los caídos

Owen no solo es único porque relaciona como nadie la poesía y la guerra, sino porque sólo él fue capaz de escribir unos versos que describen el “encuentro” en el inframundo de un soldado con el enemigo al que había dado muerte la jornada anterior. En Strange meeting (Extraño encuentro), el poeta habla, escucha y aprende del militar alemán, que se convierte en un “amigo” en la muerte. Es uno de los poemas más inquietantes y complejos de Owen y uno de los más profundamente humanos de los redactados en la pequeña casa de Ripon, cuando el poeta ya sabe que en breve volverá a Francia con su regimiento de Manchester.

El 4 de noviembre de 1918, Owen muere abatido por los alemanes al intentar cruzar un canal en la localidad de Ors. Seis meses antes, a unos cien kilómetros de allí, el Frente Occidental se había cobrado la vida de otro gran poeta, Isaac Rosenberg. Nacido en el seno de una familia judía humilde de Bristol, fue uno de los pocos poetas que eran soldados rasos. No gozó de los privilegios de los oficiales y permaneció en el frente durante 21 meses con un breve periodo de permiso. El crítico y poeta Jon Silkin fue un ferviente defensor de Rosenberg como el verdadero gran juglar de la I Guerra Mundial. Break of day in the trenches (El romper del día en las trincheras), compuesto en plena batalla del Somme, es un ejemplo de la vívida e imaginativa poesía de Rosenberg, que aunque describe el horror de la trinchera como Owen, lo hace de una forma más impersonal y hasta con cierto desdén.

Quienes elogian el arte de Rosenberg por encima del de los demás poetas suelen argüir que él representa mejor que nadie el cambio que supuso el reclutamiento masivo del hombre corriente para librar una guerra. Hasta 1914, las grandes potencias de la época, y sobre todo Reino Unido, contaban con un ejército profesional para defender sus intereses lejos de sus fronteras. A lo sumo echaban mano de milicias locales afines, que solían ser la carne de cañón en las batallas. En la I Guerra Mundial, este desgraciado lugar en la primera línea de fuego fue ocupado por una tropa de obreros, comerciantes, oficinistas, desempleados y estudiantes impresionados por un espíritu patriótico avasallador. La mayoría de ellos no habían empuñado un arma en su vida y en poco tiempo fueron enviados al frente.

Para los editores de la colección de poemas Tengo una cita con la muerte, Borja Aguiló y Ben Clark, la “verdadera poesía fruto de la Gran Guerra” es posterior a la batalla del Somme, una de las más largas de la contienda, que arranca el 1 de julio de 1916 y se prolonga hasta noviembre de ese mismo año. Es la más sangrienta en la historia del Ejército británico: sólo en el primer día de batalla mueren 20.000 británicos y al final de la misma son más de 400.000, incluyendo los soldados de otros países de la Commonwealth. “Es fascinante comprobar”, dicen los editores, “el cambio de tono y estilo que sufrieron algunos poetas”. Aguiló y Clark citan el ejemplo de William Hogson, que en agosto de 1914 escribe los heroicos versos de England to her sons (Inglaterra a sus hijos) y que durante la ofensiva del Somme, dos días antes de morir, compone Before action (Antes de entrar en la batalla): “Por todos los placeres que voy a perderme, ayúdame, Señor, ayúdame a morir”.

Catherine Reilly, una reconocida bibliógrafa británica, registró 2.225 escritores británicos que vivieron la experiencia de la I Guerra Mundial y escribieron sobre ella. Un cuarto de esa cifra eran mujeres: Vera Brittain, Eleanor Farjeon, Margaret Postgate Cole, Rose Macaulay, Charlotte Mew, May Sinclair, Edith Sitwell o Mary Webb, entre otras. Reilly las reunió en una célebre antología publicada en 1984: Scars upon my heart: Women’s poetry and verse of the First World War. Memorable es el poema Perhaps (Tal vez), que Brittain escribió para su novio Roland Leighton, muerto en el Frente Occidental en 1915. Leighton era el amigo de la niñez del hermano favorito de Vera, Edward, que fue abatido en el frente austro-húngaro en junio de 1918. Más o menos por la época en que Brittain escribió Perhaps, Postgate Cole redactó su célebre The falling leaves (Las hojas muertas). Postgate Cole era una convencida pacifista, feminista y socialista; y criticó la guerra y a los Gobiernos que la justificaron desde el estallido. En cambio, Brittain, como muchas de las poetisas de la Gran Guerra, empezó la guerra con la idea de que la contienda era necesaria y acabó como una ferviente opositora. Los trabajos más reconocidos de las mujeres aparecieron tras el armisticio de 1918 y reflejaron sobre todo el dolor de las vidas perdidas y la soledad de los que a su regreso no lograron rehacer sus vidas.

La poesía de la I Guerra Mundial, pese a su intensidad y calidad literaria, tardó años en ser debidamente reconocida por la crítica. La primera gran antología de poetas-soldados que vivieron la guerra de primera mano no llegó hasta 1964, cuando Brian Gardner publicó Up the line to death (Avanzando en el frente hasta la muerte), un hito de este género. Desde Brooke, Sassoon u Owen hasta otros escritores casi olvidados hasta ese momento, la obra incluye a 72 poetas, de los que más de 20 habían muerto en los campos de batalla. El trabajo de Gardner es el primero en transportar al lector desde el júbilo de los primeros días de la contienda hasta la amarga decepción antes del suspiro final.

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Sobre la firma

Fernando Gualdoni
Redactor jefe de Suplementos Especiales, ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS como redactor de Economía, jefe de sección de Internacional y redactor jefe de Negocios. Es abogado por la Universidad de Buenos Aires, analista de Inteligencia por la UC3M/URJ y cursó el Máster de EL PAÍS y el programa de desarrollo directivo de IESE.

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