Cocina
La pericia de los niños ha logrado que el programa sea disfrutable y divertido
Tras la primera edición del concurso MasterChef para niños, queda una pregunta en el aire. ¿Por qué no se hizo antes? Ha hecho falta que viviéramos una auténtica explosión de los programas de cocina, en variantes para casi todos los gustos, para que llegara un producto así, donde en lugar de medir las dotes de los niños para imitar a los artistas mayores o contestar a preguntas de conocimientos generales, se les pusiera frente a la sartén. La franquicia de MasterChef debe su origen a la inagotable persecución del cocinero escocés Gordon Ramsey de formatos para popularizar las artes culinarias y convertir en espectáculo consumar una receta o reflotar un restaurante. Si la versión para adultos partía de un formato británico, adaptado con éxito a muchos países, la infantil nació como una versión algo tentativa y menos espectacular, reducida y en puntos prefabricada.
Sin embargo, la pericia de algunos niños ha logrado que el programa pueda ser disfrutable y divertido. Por las fisuras del espectáculo televisivo se filtraba ese aprendizaje gastronómico que va de abuelos y padres hacia los nietos, en lo que es una tradición no demasiado valorada en España. El ganador, un niño de Logroño, atesoraba esa riqueza particular de una región que se toma su tiempo, en días de aceleración irracional, para cocinar, comer y tapear con calidad, ajena a las franquicias que han destrozado las grandes capitales.
La serie se beneficiaba de la exacta reproducción del plató principal, una condición exigida por los creadores originales en todas sus versiones y que ofrece una dinámica visual perfecta. No tanto las salidas a cocinar en diferentes lugares, más pendientes de promociones encubiertas que de condiciones idóneas para cocinar. Los peores defectos tienen que ver con esa vertiente Disney que parece obligada en cuanto asoma un niño, expresada en una música sobreemocional y blanda. Pero son tantas las virtudes, que resulta reconfortante disfrutar de la sosegada mano de un chavalín para emplatar unas cocochas al pilpil. En el país de los cocineros inigualables ha resultado natural y de comprensible éxito esos niños retados al fogón. Los placeres simples no deberían olvidarse ante tantas angustias y exigencias innobles que trae la mercadería alrededor de la infancia.
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