_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pedro Altares

El añorado maestro podría asombrarse del uso que le da la televisión a su extraordinario poderío para propiciar el diálogo

Juan Cruz

En la España oficialmente intolerante proliferaron los medios que proclamaban el diálogo como un modo de sortear la vulgaridad del ordeno y mando.

Ahora tendría que resucitar Pedro Altares para que vea con qué violencia se destruye esa palabra en aras de la libertad de expresión. Cuando la televisión española era una, Altares, que dirigía Cuadernos para el diálogo, tuvo la santa paciencia de instalarse ante la pantalla para contarle a la gente los programas y su falta de sustancia. Lo que quería poner de manifiesto era la vulgaridad con la que se estaba tratando al televidente.

Ahora el añorado maestro podría asombrarse del uso que le da la televisión a su extraordinario poderío para propiciar el diálogo, por ejemplo. Si un periódico es una nación hablando consigo misma (como dijo Arthur Miller), imagínense qué no sería la televisión en países democráticos. En España estamos abaratando el invento haciendo creer que dialogar es gritarle al otro que no tiene ni idea de lo que se está hablando.

En El gran debate de Telecinco, que presenta con paciencia franciscana Jordi González, se dan esas circunstancias, igual que se dan en laSexta noche, que conduce Iñaki López. Lo interesante es comprobar que quienes hablan son, generalmente, periodistas, seres educados para escuchar. Me fijo en los dos programas y admiro la intención de moderar de Jordi y de Iñaki. Pero se me va la vista generalmente a esos tertulianos a los que se les hincha la vena. ¿Por qué han de gritar, si solo se espera de ellos que expongan lo que saben o han averiguado?

El otro día llevó Jordi a su programa a un sindicalista que tenía una idea heterodoxa acerca del asunto de Gibraltar. Dos tertulianas arrojaron contra el hombre su sabiduría gritada. Una de ellas, para ponerlo en su sitio, le espetó: “¡Que soy abogada!”. La otra lo requirió para que se callara si no sabía las diferencias que hay entre las leyes sobre pensiones que hay en España y en Gibraltar.

Al hombre no lo escuché hablar más, pero puedo imaginarme cómo volvería a su pueblo después de ser vapuleado por no aceptar el canon. Pensé en el hombre y pensé en Altares, qué haría hoy oyendo a estos colegas suyos que hablan en la tele.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_