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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El pisito

El cine español suele avanzar entre descréditos hasta el elogio fúnebre final. Con Elías Querejeta, en cambio, fue un esfuerzo premiado con el prestigio y el éxito durante décadas

David Trueba

El cine español suele avanzar entre descréditos hasta el elogio fúnebre final. Es un ciclo asumido ya como una convención. Con Elías Querejeta, en cambio, la apreciación general sobre su obra de productor, fue un esfuerzo premiado con el prestigio y el éxito durante décadas. Sin embargo, la primera muerte de Elías Querejeta quizá tuviera lugar hace ya unos años, cuando tuvo que desprenderse de su catálogo de películas para poder seguir produciendo. La trilogía de documentales filmados por Eterio Ortega puede que no fueran una lucrativa apuesta comercial, pero completaban el territorio de las necesidades históricas que tanto motivaron la cinematografía de Querejeta. Las dificultades económicas para un nombre mayúsculo de nuestro cine solo ejemplifican la ingrávida situación de una industria que padece el desprecio cuando no la cobardía de quienes podrían colocarla en el rango de los sectores lucrativos para un país.

Si algo aprendías de Elías era la capacidad para pelear a brazo partido, bajo la identificación abrumadora con el producto que sacaba de su factoría y una desafiante declaración de que por mal que anduvieran las cosas, allí se alzaba él. Fue otro de los héroes en la sombra que crearon escuela en una época que vinimos a llamar la Transición y que a veces da ganas de llamar la fundación de un Estado. De las miles de anécdotas y declaraciones, de sus ladinas miradas y de sus goles, que nunca dejó de marcar, hay quizá una poco sustanciada.

Cuentan que en una primera época en Madrid, Alfredo Landa y él compartieron piso. Nunca sabremos cuánto hay de cierto y si lo que queremos ver en aquella coincidencia es más simbólico que real. Pero con la muerte de ambos, apenas separada por algunos días, uno vuelve a pensar en aquel pisito y cómo podría enhebrarse desde allí una posible historia del cine español, con sus dos escuelas más básicas floreciendo de un mismo núcleo. Y aunque nunca sucediera, tendría tanto sentido como esas novelas que explican el mundo sencillamente porque lo ordenan. La novela del cine español no se entiende sin esta triste rotura de collar, arrancado del cuello de la sociedad con un tirón brusco, que en estos últimos meses está perdiendo algunas de sus más valiosas cuentas.

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