Miniatura
Con permiso de la posteridad, a veces la vida cultural es irónica. No es raro que los intentos más premeditados por alcanzar la gloria con mayúsculas tengan un premio cercano y disfrutable.
Con permiso de la posteridad, a veces la vida cultural es irónica. No es raro que los intentos más premeditados por alcanzar la gloria con mayúsculas tengan un premio cercano y disfrutable. Al fin y al cabo en estas cosas artísticas se da mucho ese disparate de que la gente piense que eres lo que tú dices que eres, y muchos de tanto presumir de lo grandes e insuperables que son, acaben por convencer a los medios y los espectadores de que en realidad son grandes e insuperables. Pero el tiempo se reserva guiños de salvaje humorada, por los cuales autores oscuros y personajes marginales se convierten en los restos sagrados de una época y los santones más aclamados alcanzan el anonimato y el olvido con la misma precipitación que se instalaron en el reconocimiento tras su labor de martilleo.
Algo así podría haber ocurrido con la literatura norteamericana, donde hay autores que se pasan gran parte de la vida activa persiguiendo un Moby Dick literario que se ha dado en llamar la “gran novela Americana”. No ha existido un país con más estridencias, autores vociferantes, grandilocuentes, capaces de convertirse en personajes con su personalidad desmesurada y obras tan ambiciosas que parecen desparramarse fuera del mamotreto que las contiene. Y sin embargo, en los últimos años, los lectores están premiando los finales de carrera de autoras como Alice Munro, Anne Tyler o Annie Proulx. Desvirilizado ese concepto del escritor como cazador de elefantes, llegaron ellas como una lluvia fina y delicada, cargada de personajes inocentes y resumidos en un gesto cotidiano. Sus miniaturas han terminado por desnudar a las grandes catedrales de la novela norteamericana en otro ejemplo de que la termita trabaja con más ahínco que el pavo real.
Su presencia invisible entre las fisuras que dejaban los Mailer y los Franzen recuerda mucho a la irresistible zancada de una escritora como Willa Cather entre los inasequibles Faulkner o Hemingway. La jaula de la posteridad a veces deja colarse en sus dominios a novelas tan inmarchitables y mínimas como My Antonia, igual que los cuentos de Munro, Proloux y las familias accidentales de Tyler se han ganado a los lectores sin tamborrada mediática ni poses estudiadas, sino llamando al timbre de la puerta más modesta.
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