Kiko

Todo el mundo lleva dentro un crítico de televisión. Es el precio por haber logrado una implantación tan rotunda en la vida cotidiana de este electrodoméstico. Muy poca gente se atreve a opinar del procesamiento de los hidrocarburos, porque se mantiene fuera de su longitud de onda. Por eso son relevantes las palabras de alguien tan poderoso e influyente como Kiko Argüello, secretario general del movimiento religioso que ya ha tomado familiarmente su nombre. Las altas jerarquías eclesiásticas le conceden micrófono preferente para que exprese sus opiniones. Por eso sus referencias al medio en la última y febril aparición en la misa de las familias pecaron, si se puede usar tal palabra, de poco concretas.
Cuando Kiko afirma que los mayores peligros para la familia católica residen en la fornicación, el divorcio, el adulterio y la televisión, eleva este medio de comunicación de masas a una esfera moral que los directivos de las cadenas siempre han negado. Los detentadores del negocio televisivo prefieren comparar su trascendencia moral con la de los embotelladores de refrescos azucarados o presidentes de club de fútbol. Es evidente que todos tienen una responsabilidad moral, pero la hoguera neocatecumenal solo señala a la televisión con el dedo acusador. Que la fornicación y el divorcio afectan a la familia es evidente, como el granizo a la cosecha. La televisión, en cambio, es posible que la afecte tanto como la telefonía móvil, el deporte de fin de semana o las apuestas por Internet.
Las televisiones pagan un peaje habitual a la Iglesia católica, absteniéndose de cualquier programa crítico. Nuestros canales públicos costean espacios de promoción y difusión del mensaje cristiano, con presupuesto elevado para la transmisión de sus actos más espectaculares. Sin embargo, nunca se escucha su agradecimiento al medio. Bancos formidables han engañado a familias ahorradoras con timos preferentes, cientos de miles de emigrantes han sido expulsados del sistema sanitario nacional, familias son desahuciadas sin conmiseración, casinos y prostitución son amparados por las autoridades locales mientras las condiciones laborales empujan al desamparo a ciudadanos honestos, forzados a pervertirse en busca de supervivencia. ¿Son la fornicación y la televisión el enemigo mayor de la familia? O es una interesada perspectiva, llena de silencios culpables, la que convierte estos discursos en sospechosos.
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