Miliki
Cualquier historia de la televisión española se tiene que detener sobre la figura de Emilio Aragón, Miliki. Su muerte apacible en la vejez, con la historia contada, los recuerdos ordenados y hasta las canciones más imprescindibles vueltas a grabar, contrasta con el efecto casi de choque que tuvo la muerte en 1976 de su hermano Fofó. Un luto infantil solo comparable al accidente que acabó con Félix Rodríguez de la Fuente en Alaska. Junto a Gaby, los tres hermanos Aragón regresaron al principio de los años setenta de Hispanoamérica para convertirse en estrellas de la tele en transición. Sería imposible cuantificar la influencia que tuvieron en la formación del carácter de los niños de entonces, con una televisión única frente a la que se sentaba la nación ya fuera para ver doblar cucharillas con la mente o atisbar la aréola en los primeros escotes en tres dimensiones.
Sus sotanas de payaso fueron la escapatoria de las otras, las de verdad. Miliki se ganó nuestra simpatía porque no era payaso listo ni sentimental, sino destructivo. Esperábamos la aventura de los payasos, ya a salvo de las canciones con su croma y el discurso formativo templado al saxofón, porque sabíamos que Miliki, al final, rompería el decorado y nos vengaríamos de la parte seria, del señor Chinarro y todos los amantes del orden. La influencia de aquellos destrozos sigue siendo palpable en el carácter de los españoles de cuarenta años, incapaces de una contención dialéctica o un discurso articulado, pero resueltos a romperlo todo en cualquier despiste de la autoridad.
La represión traía el desmadre, ya fuera en la fiesta de fin de curso, en el campamento, en el vestuario del equipo rival. Romper el escaparate, la farola, el escenario o atizarle a una papelera se convirtieron en la expresión de una frustración latente. Miliki fue un héroe subversivo, un hombre que entendió el medio y que fue domesticando su humor a medida que el país se asentaba. Pocos profesionales habrán sido tan influyentes, tan cantados y tan queridos, incluso en la distancia. Y ninguna aventura terminaba mejor que cuando él y sus torpes ayudantes destruían el decorado, que ya sabíamos que era falso, tan falso como el nuestro en la realidad.
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