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Mercenario

Carlos Boyero

Por una desidia enfermiza pero también comprensible hacia la personalidad y el discurso de la clase política, por esa actitud tan escapista, irresponsable e incívica de apagar la televisión y la radio cada vez que alguien de ese gremio que jamas estará amenazado por el paro comienza a tirarse el rollo ofreciendo soluciones para aliviar la penuria ajena, existen muchos personajes de esa profesión a los que no les pongo rostro ni voz. Por ello, no puedo identificar los rasgos físicos ni verbales de un portavoz del PP llamado Rafael Hernando. Pero no albergo ninguna duda de que debe de tener un concepto muy elevado de sí mismo cuando tiene tan claro lo abyectos que son los que no piensan lo mismo que él. Entiendes que los muy civilizados partidos políticos encuentren muy colorista y gracioso disponer de un perro estratégicamente rabioso para asustar al enemigo, pero para ser un bicho sulfúrico se precisa dominar el arte del insulto, que el veneno con el que quieres exterminar al osado rival tenga poder corrosivo. La boca deslenguada y sarcástica de Alfonso Guerra poseía ese infrecuente don. Sus salvajes y precisas definiciones de los rivales estaban regidas por una inteligencia fría, la cicuta arañaba a su objetivo.

Pero dudo que el juez Pedraz, ese señor que habla en tono decepcionante del comportamiento de los políticos y reivindica el derecho de la plebe a mostrar su encabrone con ellos en las afueras del Parlamento, se vea asaltado por otra sensación que no sea la risa conmiserativa al ser calificado por el agudo portavoz pepero como un pijo ácrata. Pensándolo bien, le está llamando dandi. No es una forma indigna de andar por la vida. Y por supuesto, para ser un auténtico dandi, es preciso poseer talento.

También es muy pobre su patriótico convencimiento de que Javier Bardem es un mercenario y un gran villano. Al mercenario se le alquila, cobra y ejecuta. Que sepamos, este actor solo cobra cantidades mareantes y presuntamente amortizables a cargo de las productoras por hacer muy bien su trabajo. O sea, interpretar, algo que valoran los espectadores de cualquier parte, ya que pagan la entrada para verle. Y este señor, que tanto triunfa en su trabajo, tiene derecho a opinar lo que le salga del cerebro, del corazón o de los genitales, sobre el paro y sus causantes. No le pagan por matar, el gran villano se limita a interpretarlos en las ficciones. Con infinito arte.

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