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Columna
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El descampado

David Trueba

Los descampados son un territorio metafórico. Hay muchos que florecen a la sombra de obras paralizadas. Por ejemplo, los campos de atletismo de Vallehermoso en Madrid, fueron demolidos y serán reconstruidos para gestión privada, pero con un olímpico retraso. En ese desamparo muchos vecinos plantan huertos ecológicos para regalar a sus ciudades una imagen menos especulativa, zafia y deprimente. Hace poco la policía municipal corrió a destrozar el huerto de Montecarmelo cuando ya nacían los primeros frutos, algo que enterneció a los responsables del destrozo. Las órdenes de arriba querían impedir que arraigaran los derechos de siega, que obligarían a esperar a cosechar antes de proceder a cualquier construcción.

Las autoridades, conocedoras de que vivimos en momento de emergencia, podrían pactar con asociaciones vecinales el uso de los terrenos públicos que la magnitud de nuestro agujero financiero no permite desarrollar o subastar a socorridos especuladores de suelo público que sí florecen en toda época. Pero la urgencia por destruir está mucho más asentada en nuestros políticos que la de permitir que afloren iniciativas creativas. Detrás de todo ello, más allá de casos tan insultantes, reside una vuelta a los orígenes. En casi todos los aspectos vitales, la crisis obliga a reconciliarse con las raíces propias, también con las formas de trabajo y desarrollo más clásicas y de honda tradición.

Si se inocula de nuevo en los trabajadores la cultura de esfuerzo y austeridad, es normal que las personas traten de recuperar la labranza y el entretenimiento de calle. El ocio no costoso nos retrotrae a los tiempos de la partida en el bar, el fútbol en el descampado y las pandillas de calle. Lo ingrato es imponer a la sociedad las condiciones de vida anteriores al sueño del bienestar y la protección social, pero a cambio no permitirle recuperar el espacio público y la libertad sin gobierno y tasa de antaño. El afán recaudatorio de la autoridad ha llegado a su clímax, permitamos por tanto que la expansión de la gente hacia su propio entorno les compense. Acotar toda evasión humana al territorio capitalizado por las grandes empresas de internet es ceder a la virtualidad la única dimensión de calle o plaza común. Que al menos el descampado nos vuelva a pertenecer.

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