Juventud
El verso que definía a la juventud como un divino tesoro dejó de resonar hace tiempo salvo para evocar la melancólica pérdida del esplendor. Nuestra forma de progreso, definida como sistema a falta de mejor nombre, colocó en las manos de los jóvenes tanto poder adquisitivo, decisión e influencia sobre el gusto general que desde entonces, interesadamente, solo se entona el verso siguiente: juventud, divino botín. Las maniobras para hacerse con ella son casi siempre toscas, pero la más sutil se ha basado en la adulación. Si uno mira la publicidad directa y también la indirecta, la que se transmite bajo la imagen del éxito, el reparto en los concursos y la idea dominante de joven voceada por los medios, descubrirá un taimado ejercicio de adulación. Y como toda adulación, lo que persigue de su objeto es poseerlo y desactivarlo.
Por eso los jóvenes que salen a las calles en toda España lo que intentan, y ojalá les salga bien, es sacudirse la imagen de chicos de macrocentro comercial cuyo único ídolo es un futbolista cachas y su dinero. Pero en lugar de dejarse mecer por la adulación fácil de una sociedad que los necesita como agua de mayo para lavarse la culpa, estaría bien que desconfiaran de los elogios y comprendieran que una gran parte de su revuelta es contra ellos mismos. Puede que los políticos representen el último eslabón de la perversa inercia que está degradando a pasos agigantados los ideales democráticos europeos, incluida la propuesta de bienestar y protección, pero ellos también forman parte indisoluble de esa cadena.
En Los juegos del hambre, película popular a día de hoy, la autoridad está retratada como pérfida red corrupta defendida por la fuerza policial. El resto de la sociedad es imbécil y cursi, abotargada frente a la tele que emite concursos de talentos que en su última expresión obligan a competir por la supervivencia a víctimas, siempre jóvenes sin futuro, que ganan la competición volviendo al estado salvaje. De fiarse por el diseño de esta superproducción, la adulación ahora adopta el vestido revolucionario. Ante la enorme frustración general, los jóvenes tienen que pelear contra sí mismos, descubrir que la frustración es la cara real de los anhelos que les invitan a soñar.
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