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David Trueba
El director iraní Asghar Farhadi
El director iraní Asghar FarhadiJOE KLAMAR (AFP)

Sorprende la rotundidad con la que los admiradores de The Artist defienden su posición. Para ellos cualquiera que ponga pegas a la película es un amargado cateto sin espíritu lúdico. Nostálgico es un adjetivo curioso, porque se usa como descalificación o como elogio, dependiendo de si la nostalgia es la tuya, tan hermosa, o es la ajena, siempre viscosa. Puede que The Artist sea inolvidable por una sola escena, el momento en que Berenice Bejo se acaricia a sí misma con los brazos dentro de las mangas del chaqué de su admirado actor. Pese a sus arquetipos más que personajes y cierto raquitismo narrativo, es de celebrar que sea la primera película francesa que logra el Oscar, aunque suene a agravio comparativo. Tanto como el premio de Dujardin, que ha llegado donde no alcanzaron Michel Simon, Jean Gabin, Noiret o Depardieu, por citar un puñado de talentos.

No es grave. Los premios son festividades caprichosas. Festejamos el Día de la Madre pero no el de la Abuela ni el del Cuñado o el de la Prima Deseada. Dentro de ese accidente, Nader y Simin, la gran película iraní, ha sorteado envilecidos climas políticos, ha contado con una distribuidora en USA capitaneada por judíos y vuela por encima de su mensaje conservador. Su director, Asghar Farhadi, contó en el debate de directores extranjeros del día anterior a la gala que sus dos largometrajes precedentes aspiraban a presentar su país como un lugar con personajes y conflictos tan complejos como los de cualquier democracia occidental. Así, Fuegos artificiales del miércoles y A propósito de Elly fueron joyas, aunque sin tanta trascendencia mundial. Pero en Nader y Simin se había propuesto rodar algo muy local, una película para el exclusivo consumo interno de Irán, seguramente inestrenable fuera de su país. Por lo tanto la carrera internacional no dejaba de ser para él una irónica sorpresa.

Pero en ese viraje del destino reside también algo esencial en tiempos de globalización. Contextualizar el relato de manera radical, imbricarlo con un territorio cercano y familiar, lograr ser universal a través de lo particular, hablarte a ti y a los tuyos, en tu idioma y en tus calles, no deja de ser la más firme vocación de trascendencia que conocemos.

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