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Tentaciones
Internet

¿Cuánto vale un seguidor en Twitter?

¿Quién es el dueño de los "seguidores" de Twitter? ¿Y es cuantificable en dinero su valor? Un juicio en California puede resolver estas dudas

Tom C. Avendaño

Es posible que en unos pocos años la sociedad mire atrás y se ría de cómo tuvimos que asentar los precedentes legales más básicos de Internet. Mientras tanto, hay en California un señor de 38 años que tiene a media blogosfera pendiente de la jurisprudencia que genere su historia.

Se trata de un redactor llamado Noah Kravitz y el dilema que protagoniza surgió, como todos los buenos, de la más pura rutina: ya que durante escribía para una web especializada en móviles, Phonedog.com,, se hizo una cuenta en Twitter con el nombre de su empresa, a la sazón @Phonedog_Noah. Nada nuevo. Lo mismo que hacen muchos periodistas, publicistas, políticos y demás trabajadores asociada, a ojos del público, a una marca. Entre fuentes, colegas y lectores, Kravitz fue ganando seguidores hasta llegar a los 17.000 en octubre de 2010. Y entonces dimitió.

Eso no cambió mucho su vida 2.0. Con el beneplácito de PhoneDog.com, Kravitz cambió su cuenta a un aséptico @NoahKravitz y siguió tuiteando como. Así hasta que, ocho meses después, su propia empresa le demandó por violar una cláusula que en EEUU se denomina "secretos del oficio" (así se llama a cualquier violación de confidencialidad legal en una empresa). Determinar por qué cada uno de esas 17.000 personas decidió abonarse a sus tuits sería como decidir cuántos de nuestros amigos lo son por nuestro trabajo, apellido o por el barrio en que vivimos, y dentro de ese vacío legal, la empresa considera suyo el público de Kravitz porque se valió de su imagen de marca.

Es más, según sus cálculos basados en las pérdidas de ingresos publicitarios derivadas por las pocas visitas a la web, le exigen una indemnización de unos 2,50 dólares por seguidor que tuviera cada uno de esos meses. Total: 340.000 dólares. De momento, y que la ley sepa, ambos tienen razón. Kravitz se benefició, efectivamente, de la imagen de marca de la empresa para la que trabajaba; pero también se trabajó los contenidos que atrajeron a los seguidores por sí mismo.

La sentencia, por tanto, podría cambiar la forma que tenemos de entender Twitter.

Lo verdaderamente jugoso del asunto no es que se pueda sentar precedente para casos similares a este en particular, o que se llegue a una cifra concreta. Es la mentalidad que se desprenda de la sentencia. Es la primera vez que un tribunal tiene que decidir, indirectamente, qué prima en redes sociales, si lo técnico o lo humano. Se puden perder por el jardín de números, marcas y tipos de contratos con el que las redes sociales ahora adornan las relaciones entre personas; o pueden aceptar que en las redes sociales lo que prima es el factor humano.

El primer lado, el técnico no es nada desdeñable. La mayoría de casos relevantes en redes sociales implica a trabajadores que hablan en nombre de empresas de comunicación. "Llevábamos ya un tiempo esperando a que llegara un caso así", le ha explicado Henry J. Cittone, un abogado especializado en propiedad intelectual en Nueva York, al New York Times. "Muchos de nuestros clientes nos contactan, preocupados por la relación entre la propiedad de sus contactos en redes sociales y su imagen de marca. Esto marcará un precedente en el mundo online que afectará el resto de casos venideros".

Hasta ahora, la ligazón entre los contactos de un empleado y la empresa para la que trabaja se resolvía con relativa libertad. Este manual de periodismo de hace diez años, por ejemplo, recomienda a sus lectores que apuntaran sus contactos en una clave que solo ellos sepan descifrar y que guardaran la agenda bajo llave. Y sin embargo, en el mundo de la publicidad tampoco es inaudito que surjan tensiones cuando un ejecutivo de cuentas deja una agencia para irse a otra. Pero ahora se han generado un área gris. ¿Quién es el verdadero propietario de una cuenta de Twitter? ¿El hombre que la alimenta todos los días impregnándola con su personalidad, o la marca? ¿Cuánta gente sige a una marca porque sus tuits resultan simpáticos? Fittone opina que "todo depende del origen de la cuenta. Si se creó para comunicarse con los clientes de PhoneDog, entonces la cuenta se abrió en nombre de PhoneDog.com, no Kravitz", pero de momento eso no deja de ser una opinión más.

Hace poco ocurría una historia relativamente parecida: una empresaria llamada Linda Eagle denunció y fue denunciada por sus nuevos cuando estos la despidieron después de comprar su empresa de servicios financieros, Edcomm. Los nuevos propietarios usaron su perfil en la red social LinkedIn para mantenerse en contacto con otros clientes. Ella les denunció por suplantar su identidad y ellos la denunciaron por denunciarlos. En este caso, el juez falló a favor de Eagle porque "es demasiado fácil extraer esa información públicamente".

Por otro lado está, decíamos, el factor humano. Tal vez el mayor pecado de las redes sociales es ofrecernos números y estadísticas exactas para lo que no es más que un reflejo de las imprecisas relaciones interpersonales. Al fin y al cabo, ¿quién hubiera podido responder, hace cinco años, con exactitud a la pregunta de "cuántos amigos tienes"? A las personas ahora se les llama "seguidores", pero cuesta pensar que por ello hayamos dejado de ser un caso de "calidad sobre cantidad". ¿Se puede poner precio a la atención de 17.000 personas que quién sabe qué estaban haciendo en el momento en el que se publico un tuit?

De ahí la relevancia de la futura sentencia. Si se falla a favor de PhoneDog.com, los futuros juicios que tengan que inspirarse en ella para asentar la legislación en Internet, tenderán a basarse en la matemática, la tecnología. En los ceros y unos. Si se falla a favor de Kravitz, el futuro será de las mentes que ordenaron esos números.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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