Glee, S.A.


En España, Glee es una de esas series de “anda, esa”. Le dices a alguien que la sigues y la respuesta suele ser, “Anda, esa. ¿Y qué tal está?”. Este tratamiento, que generalmente se reserva para series de culto antes de que se pongan de moda, no le pega nada a un fenómeno que en Estados Unidos se valora en 500 millones de dólares, y es capaz de estar más presente en el Top 100 musical que los Beatles y Elvis Presley.
Esta dicotomía nos lleva a pensar dos cosas: O bien la fiebre de Glee (que está a punto de tocar techo por el capítulo especial de hora y media que se emitirá mañana) no nos afecta tanto porque una serie musical sobre un instituto de Ohio no tiene fácil traducción; o bien la cosa no tiene sentido sin la maquinaria de mercadotecnia que en España no vemos pero que en Estados Unidos la ha convertido en una franquicia de primer orden.
“Nunca enfocamos la serie para que fuera rentable”, nos confiesa su co-creador y uno de sus tres guionistas, Ian Brennan. “Queríamos hacer algo que gustara y lo de meter canciones que fueran más o menos atractivas le debió parecer rentable a FOX, a la que tan bien le va con American Idol. Pero este éxito nos pilló por sorpresa”.
Sorpresa o no, Glee tiene el honor de ser la serie que más dinero mueve y que menos saca de la televisión. A sus creadores apenas les importa que los anuncios durante un capítulo se valoren hoy en unos 300.000 dólares por segundo. Porque los ingresos reales vienen de otro lado: la gira de conciertos en la que anualmente se embarca el reparto, los productos derivados, concursos para bailar en una escena, un reality para elegir a un afortunado que cante en un capítulo, lo más de 21 millones de canciones que han vendido en iTunes, y los más de 9 millones de discos que han colocado en plena crisis discográfica.
¿No será que, con tanto producto, la serie pega más en el contexto de una historia comercial que en el intento de hacer televisión? "Bueno, es una de las series más caras de producir de la historia", se defiende Brennan. "Tenemos la libertad de cortar planos porque nos parece que se ven demaisado baratos. Eso, en esta industria, tiene una recompensa -que podemos sacar partida de otras fuentes de ingresos- y un precio".
Y el mercado europeo no forma parte de este precio. En lugar de un fenómeno, aquí recibimos un producto: un musical extrañamente adictivo que de repente comete excentricidades como un capítulo con la música de Justin Bieber, o que interrumpe un episodio para meter con calzador a un fenómeno de YouTube como Charice Pempengco durante unos siete minutos. Decisiones que no pintan nada con el tono ni con la trama, y que el espectador europeo a lo mejor no sabe explicarse, pero que, en su país, fueron anunciadas y comentadas como aquí un clásico Madrid-Barça.
"Cada martes noche, 14 millones de estadounidenses se ponen frente al televisor para ver Glee, y eso que llevamos más de 40 capítulos”, continúa Brennan. “Eso conlleva cierta presión, porque hay unas 500 personas que viven de la marca Glee. Y no digo la serie. Digo la marca”.
Es de suponer que estas presiones estén detrás de la principal pega del público con la serie: que Glee ahora tiene tan poco que ver con la serie que era al principio: un complejo tapiz de tramas y de sarcasmo adulto, más cercana a Popular (del artífice de Glee, Ryan Murphy) que a American Idol.
Durante la primera temporada, en cada capítulo los profesores solían exponer una tesis vital que luego los estudiantes ponían a bien atado al final. Esto fue desapareciendo conforme creció la audiencia: el sarcasmo dio pie a la autoparodia y al Weltschmerz puro y duro; los personajes empezaron a actuar de forma diferente según qué episodio y las tramas empezaron a durar 40 minutos y no más.
Brennan reconoce este cambio, pero lo achaca a motivos ajenos a la presión comercial. “¿Sabes lo que pasa? Que los capítulos los escribimos las tres mismos personas. No paramos de escribir, y vemos la serie tan de cerca, tan desde dentro, que podemos perder el rumbo. Los espectadores lo ven como un cambio. Pero yo lo veo como ajustes”.
El mejor ejemplo de tales ajustes se llama Kurt Hummel. Al principio, era un secundario cómicamente amanerado y punto. Conforme fue conquistando a los seguidores de la serie, fue siendo más relevante, aun por encima de Will Schuester, el profesor que otrora era protagonista. Y hoy, sus tramas, todas relativas a su sexualidad, son el frágil arco de la segunda temporada.
¿Lo pedía la historia o es que la serie estaba rindiéndose a su público gay? “Mucha gente, muchos de los que nunca la han visto, dicen que Glee es gay. Pero, ¿sabes qué? Es una serie post-gay: es una serie para una generación para la que lo gay no existe. ¿Que cantan y bailan? No les importa. La generación que de verdad enteinde la serie está por encima de esas normas”.
¿Y si aquí Brennan hubiera dado en el clavo? Glee no se ciñe a las normas hasta ahora respetadas. Es incoherente, comercial, superficial y se salta todas las pautas del buen guión televisivo. Por eso no atrapa al público generalista europeo. Pero es posible que esperar eso de ella sea un error. Igual Glee mueve tanto dinero porque es post-todo: post-personajes, post-tramas y post-arco dramático.
Es posible, en definitiva, que no sea más que la respuesta a series canónicas como Mad men, en la que la trama parece una partida de ajedrez y cada giro está pensado con diez movimientos de antelación.
Que todo sea como la letra de esas canciones pop que versionean los personajes: perfectamente consciente de lo que es, de lo que tiene que hacer. Y de la mejor forma de conseguirlo.
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