26,2 toneladas de lágrimas
Cada generación en Galicia tiene su naufragio, su catástrofe contaminante. Dos décadas después de la marea negra del ‘Prestige’, las playas gallegas se enfrentan a los riesgos de una marea blanca de plásticos del tamaño de un grano de arroz. Los ‘pellets’ han resbalado hasta el lenguaje; la gente les llama lágrimas. 26.000 kilos de lágrimas son muchas lágrimas. Y además son lágrimas amargas, con un potencial tóxico en los adictivos químicos
La antigua Gallaecia tenía por límite oriental el Letes o río del Olvido, ahora Limia, que las legiones romanas tardaron en cruzar por temor a perder la memoria. El límite occidental también era mítico. El Fins Terrae, el fin de la Tierra. El puerto de embarque hacia el inframundo del Hades o hacia el Más Allá. Con semejantes marcas, comentaba Álvaro Cunqueiro, algunas cosas extraordinarias tenían que ocurrir de vez en cuando. Es tradición, por ejemplo, que las santas y santos más populares llegasen en barcas de piedra. Como fue también el caso de Santiago Apóstol, aquel pescador de Palestina que acabó convirtiéndose en patrón de España.
Y sí, es un buen lugar para la imaginación. Pero la realidad tampoco se queda manca. Es una mañana luminosa de invierno, este enero de 2024. Estoy en la playa de San Amaro, en A Coruña, muy cerca del faro de Hércules. Abad y navegante, se cuenta que este Amaro capeó todos los temporales hasta llegar a la isla del Paraíso Terrenal. No me importa quedar por pedante si digo que la ensenada parece pintada con el azul hipnótico de Patinir en el Paso de la laguna Estigia. ¡Qué hermoso día! Es lo que me dan ganas de gritar cuando veo salir del agua a Chus, con sus 71 años, de las sirenas del Club del Mar que se bañan a mar abierto todos los días del año. “De sirena, nada”, ataja con ironía submarina. “¡Soy una foca!”.
Hoy está sola en la inmersión.
— ¿No tienes miedo?
— A mí el mar me resucita. ¡No quiero rendirme al miedo!
Es un día hermoso. ¿Qué hace por aquí la palabra miedo? Una perra corre por el arenal detrás de alguien invisible. Tal vez persigue, trata de ahuyentar, ese miedo orillero.
El límite Oeste, paraíso inquieto, es hoy una primera línea de riesgo. Hace tiempo que debería figurar así en los mapas. Cada generación en Galicia tiene su naufragio. Su catástrofe contaminante. Por citar los más graves, el Polycommander (1972), el Urquiola (1976), el Cason (1987), el Mar Egeo (1992), el Discoverer Enterprise (1998), el Prestige (2002). En el mar, con mareas vivas, todavía se detectan tatuajes, restos y capas de episodios de realismo sucio. Una arqueología futurista, pigmentos y petroglifos de la era Mayday, la época de la emergencia ecológica. La nuestra.
La perra Lura se toma un descanso. Se acerca, jadeante, y observa el trabajo manual, meticuloso, pericial, que realizan, arrodilladas en la arena, dos mujeres jóvenes, Sabela y Blanca. Extraen en la línea de marea, entre algas, partículas del tamaño de granos de arroz. El mar también trae palabras, que deposita en la arena, y a las que la gente se acostumbra muy pronto. Lo que recogen son pellets, nudles en inglés, gránulos, bolitas o granza que sirven de materia base para productos plásticos. Sabela Suevos, 27 años, profesora de inglés, vive en el vecino barrio de Monte Alto. Trabaja en turno de tarde y esta mañana salió a pasear. Un hermoso día. Tenía noticia de que en la costa gallega se extendía una “marea blanca” de pellets. Un carguero, de nombre Toconao, había “perdido” seis contenedores, a la altura de Viana do Castelo, en el norte de Portugal. Uno de ellos, con 26,2 toneladas de pellets. Más exactamente, 1.050 sacos de 25 kilos cada uno. Pero una cosa es oír una noticia peligrosa y otra darte de bruces con ella. A los pellets, la gente también les llama lágrimas.
Esta mañana, cada ola deja un reguero o rosario de lágrimas en la línea de marea, engarzadas en las algas. Según las noticias, se había activado un plan, pero en San Amaro no había nadie. Sabela llamó al 010. Luego se fue a casa, cogió unos guantes, un colador y un cuenco y bajó de nuevo a la playa. Allí se le unió Blanca Fontaiña, que paseaba con Lura. Y se pusieron a limpiar lágrimas.
Pero 26,2 toneladas de lágrimas son muchas lágrimas. Y además son lágrimas amargas, con un potencial tóxico en los adictivos químicos.
Hoy la banda sonora podría ser la canción Como o vento del grupo punk Radio Océano: “Erguémonos en silenzo / cando nos chama o mar / Saír das ruinas dun tempo / Ou polo menos tentar”. (Nos levantamos en silencio / cuando nos llama el mar / Salir de las ruinas de un tiempo / O por lo menos intentarlo). “Si nadie lo hace, lo tendrá que hacer la gente”, dice Blanca. “Lo lógico es que se obligase a la empresa responsable, que se aplicara el principio de que quien contamina paga, pero no creo que en las grandes oficinas les quite mucho el sueño lo que pasa en Galicia”. Hay más de 80 arenales afectados. Ante la dilación de las autoridades, son muchas las personas voluntarias que han acudido a la llamada del mar. Con herramientas improvisadas, pero las más efectivas. Como las peneiras tradicionales, o cedazos, que se utilizan para cribar la harina. En otro arenal, un trabajador contratado por la Xunta me comentaría más tarde que habían tenido que prescindir de aspiradores mecánicos, continuamente atascados con arena y algas. Habían pasado a utilizar pequeñas mallas metálicas como tamiz.
Sabela trabaja con su colador casero. Tenía cinco años cuando ocurrió la tragedia del Prestige, en invierno de 2002. Conserva el recuerdo borroso de participar con la familia en una manifestación del Nunca Máis. Su padre fue uno de los miles de voluntarios que suplieron, con trabajo solidario, el desamparo oficial que sufrió la costa gallega en los momentos más dramáticos de la mayor catástrofe de contaminación en el Atlántico.
La limpiadora de lágrimas es ahora, en el calendario de desastres, de la generación Toconao. El gigantesco portacontenedores, de 300 metros de eslora (largo) y 48 de manga (ancho), es una de esas moles flotantes con capacidad para transportar miles de TEUS, el contenedor prototipo de 20 pies de largo (6,10 metros) y 33 metros cúbicos. No es infrecuente la “pérdida” de TEUS, y en la Unión Europea se prevé aprobar, para que entre en vigor en 2026, la obligación de notificar de inmediato esos incidentes. Poca cosa para la primera línea de riesgo. Esa es la psicogeografía de la costa gallega, donde buena parte de la vida consiste en capear temporales y el servicio más esencial, junto con hospitales y escuelas, es el de Salvamento y Socorrismo. Con motivo del Prestige se adoptaron algunas medidas, como la obligación del doble casco en los petroleros y un mayor control en el seguimiento del tráfico marítimo. Pero la primera línea de riesgo sigue ahí.
Frente a las costas de Galicia, hay una gran “autopista del mar” o corredor marítimo atlántico por donde pasa cada año una media de 36.500 buques, según datos de Salvamento Marítimo. De ellos, 12.800 transportan mercancías peligrosas.
La primera línea de riesgo por motivo ambiental puede agravarse cuando se lleva al límite la política sectaria. Es otra forma de polución. Dejan de oírse las voces de alerta porque se las considera ruido enemigo. Quien expone un problema o una crítica no es bienvenido. En caso de riesgo, lo que enferma más el horizonte, lo que agrava el malestar de la gente y de la naturaleza, es esa pulsión negacionista.
En el caso de los pellets, de las toneladas de lágrimas, todo habría sido diferente si se hubiese prestado atención al primer hombre. Al primer testigo. La caída o pérdida de los contenedores del Toconao ocurrió el 8 de diciembre, cerca de Viana do Castelo. Los mejores caminos son los del mar, y hay pocas vías más rápidas que las corrientes submarinas que bordean Portugal y Galicia. Hace años, en el 2001, un autobús se precipitó al río Duero a 50 kilómetros de la desembocadura. A los pocos días, aparecieron siete cadáveres en la Costa da Morte, en Galicia, a 250 kilómetros del lugar del accidente. Pero estamos en la mañana del día 13 de diciembre de 2023. Rodrigo Fresco, dueño del Bar Pequeno, en Corrubedo, oyó hablar a un cliente de unos sacos en un arenal próximo al acantilado del faro. En la latitud sur de la Costa da Morte, Corrubedo es paisaje dunar y zona de naufragios. Una de las historias, de principios del siglo XX, habla del hundimiento de un barco cargado de acordeones, y que sonaron toda la noche arrastrados por las olas. Pero lo que se encontró Rodrigo Fresco no pertenecía precisamente al realismo mágico. Eran sacos de rafia que contenían “unas bolitas que parecían perlas de suavizante” (El País, 11.1.2024). No le gustó nada la aureola blanquecina ni el olor que desprendían. Lo que hizo Rodrigo fue llamar al 112 (servicio de emergencias de la Xunta) y a todos los teléfonos de alerta policiales y locales que tenía a mano. De la Xunta le dijeron que el Salvamento Marítimo estatal estaba al tanto. Nadie se movía por tierra, mar y aire, así que decidió arrastrar por su cuenta hasta 60 sacos para evitar más vertido. Ahora sabemos que hubo más llamadas de alerta, a partir de ese día, desde varios puntos de Galicia. Asociaciones ecologistas y de defensa del mar se coordinaron para hacer un mapa de residuos y comenzaron la recogida voluntaria. No será hasta el día 5 de enero, es decir, 24 días después, cuando la Xunta decide activar el Plan Camgal, de contaminación marina, pero en su nivel mínimo. El día 9, cuando el estupor informativo dejó paso a las viñetas cómicas, el presidente Rueda anuncia por fin, y a regañadientes, el nivel 2 de emergencia que permitía la intervención de medios estatales.
No hay comparación en las dimensiones de la catástrofe del Prestige y los pellets del Toconao. Pero sí tiene sentido establecer algunos paralelismos en los tics del poder en la derecha gallega. Empezando por esa pulsión negacionista.
El Prestige llevaba una carga de 76.973 toneladas de fuelóleo Mazut M 100 o Bunker oil C. De la peor escoria, en el mundo del petróleo.
A su manera, ante el Prestige hubo una revolución positiva. Si la gente se hubiera quedado en casa, rumiando en silencio, mirando hacia otro lado, habría sido una insoportable suspensión de las conciencias. El Nunca Máis fue una protesta, pero también un esconjuro curativo contra el mal de aire y un despertar solidario. Fue un movimiento cívico, intergeneracional, y transversal, en el que la gente no preguntaba por el carné o el voto. Al joven Marx le dijo un colega que solamente con el sentimiento de vergüenza no se hacía una revolución, y él respondió: “¡La vergüenza es ya una revolución!”. El poder, en las mismas manos en el Estado y en la Xunta, y con mayorías absolutas, reaccionó con el despecho de una facción autoritaria.
En el caso del Toconao, la Fiscalía ha abierto una investigación sobre las causas y efectos de la contaminación. En el caso Prestige, la Fiscalía General del Estado, a instancias del Gobierno Aznar, abrió diligencias para investigar a las personas que encabezaban el Nunca Máis y con una intención claramente intimidatoria. Parecía que el problema era el pueblo indócil, la sociedad abierta, no el chapapote. Si hay un incendio tienes que llamar a los bomberos, pero qué pasa si los bomberos no acuden. Es más. ¿Qué pasa si la autoridad niega que exista el incendio? En España, con la catástrofe del Prestige, vivimos la anticipación del negacionismo, en este caso, medioambiental. En ningún momento se quiso utilizar el término “marea negra”, se prohibió incluso esa expresión en los medios públicos u organismos de investigación. Pero la realidad desbordó las compuertas. La verdad tiene su estrategia, y una forma de detectarla era leer o escuchar por el envés lo que el poder decía, con ese descaro propio de los “nacidos para mandar”. Para minimizar la catástrofe, y cuando la costa era ya un infierno, el delegado del Gobierno improvisó un genial aforismo: “Hay una cifra clara y es que la cantidad que se ha vertido no se sabe”. Se anticipó en negacionismo, como también los “hechos alternativos” o fake news. Los memorables “hilillos de plastilina” de Mariano Rajoy o “el esplendor en las playas” de Federico Trillo. Hoy podríamos reírnos con una antología del humor Prestige, en la línea del “humor tumefacto” del Movimiento Pánico. Incluso hay continuadores que prometen, como el consejero del Mar, Alfonso Villares, y su ya célebre aforismo escatológico. No hay problema en comer accidentalmente algún plástico alojado en las entrañas de los peces, porque “entran por donde entran y salen por donde salen”.
A veces no salen, los plásticos. La mirada está ahora centrada en los pellets. Pero los océanos son ya, en gran parte, estercoleros de todo tipo de plástico. Hablo con Alfredo López, 60 años, biólogo de la Coordinadora para el Estudio de los Mamíferos Marinos. Toda una vida en primera línea de riesgo. Hay historias terribles, como el zifio varado hace unos meses en la costa coruñesa. Tenía en sus entrañas siete kilos de plásticos y cabos de nylon. Ahora mismo cuidan a cinco tortugas que han rescatado con vida. Durante los cinco primeros días, sus excrementos son plástico. Entran por donde entran, y salen por donde salen. Las lágrimas.
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