De madres “asesinas” y peritos endiosados
La historia del doctor Meadow y el ‘caso Folbigg’ pone dramáticamente sobre la mesa la forma en que las enfermedades se conciben y se descartan, se descubren o se inventan
El impacto que ha tenido en las últimas semanas el desenlace del caso Folbigg no tiene nada de extraño, contiene todos los ingredientes de un auténtico thriller: una mujer acusada de haber asesinado a sus cuatro bebés, una científica empeñada en demostrar su inocencia mediante investigaciones genéticas, un sistema judicial reticente a admitir los nuevos datos, una sentencia fina...
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El impacto que ha tenido en las últimas semanas el desenlace del caso Folbigg no tiene nada de extraño, contiene todos los ingredientes de un auténtico thriller: una mujer acusada de haber asesinado a sus cuatro bebés, una científica empeñada en demostrar su inocencia mediante investigaciones genéticas, un sistema judicial reticente a admitir los nuevos datos, una sentencia final absolutoria que transforma a “la peor asesina en serie de la historia de Australia” en la víctima del “más grave error de la justicia australiana”…
Entre los disparates que se acumulan en el caso llama la atención el del fiscal que dijo: “Nunca ha habido, en la historia de la medicina, un caso como este”. La verdad es que tras el caso australiano hay muchos casos análogos, que concluyeron en 2003 con una sentencia demoledora contra el “autor intelectual” de aquellos encarcelamientos: el profesor Sir Roy Meadow, que pasó de ser una de las figuras más gloriosas de la medicina británica a convertirse en uno de sus peores villanos. También él ha tenido su condena: los veinte años de oprobio que lleva soportando desde entonces. La historia de Meadow es una fuente excepcional de enseñanzas sobre los muchos, complejos y variados factores que intervienen en el fascinante proceso por el que las enfermedades aparecen, cambian y desaparecen a lo largo del tiempo.
Meadow describió, en 1977, el “síndrome de Münchhausen por poderes” en el que algunas madres (y, con menos frecuencia, padres) lesionan gravemente a sus hijos pequeños, tratando de conseguir atención médica; en ocasiones llegan a producirles la muerte. Era una ampliación del ya entonces bien conocido Síndrome de Münchhausen, en que un adulto inventa, o provoca, sus propios síntomas. Aquella aportación de Meadow le consagró como autoridad científica.
Quizá deslumbrado por su propio hallazgo, Meadow estableció una relación entre el síndrome de Münchhausen por poderes y la muerte súbita del lactante. Este último cuadro, bastante frecuente y bien conocido, se produce durante el sueño en bebés aparentemente sanos y sin causa objetivable. Meadow postuló que una madre con varios casos de muerte súbita de lactantes tendría el síndrome de Münchhausen por poderes y lesionaría a sus hijos buscando atención médica. Formuló así la ley que lleva su nombre: “El primer caso es una tragedia, el segundo una sospecha, el tercero un asesinato, a menos que se demuestre lo contrario”. Su prestigio como experto en el tema hizo que fuese solicitada su actuación como perito en gran parte de los casos que se juzgaron en Inglaterra antes de 2004. Muchas de las sentencias se basaron en sus dictámenes.
El resultado fueron mujeres encarceladas y parejas que perdieron la custodia de sus hijos. Pero en diciembre de 2003, tras la publicación de datos que mostraban alteraciones genéticas capaces de explicar las muertes repetidas de lactantes, un juez dictó la sentencia que cuestionaba la teoría de Meadow. Y el 19 de enero de 2004, el fiscal general del Estado británico anunció que todos los procesos basados en sus teorías y sus dictámenes iban a ser revisados. Muchas familias pidieron que les fuese devuelta la custodia de los hijos que la Ciencia Médica y la Autoridad Legal les habían arrebatado años antes. Más de cincuenta personas esperaban en las prisiones británicas a que los peritos acabasen de discutir si era o no válida la ley “científica” que había servido de base para encarcelarlas. Y el portavoz ministerial, con un grado de sinceridad poco frecuente en su gremio, declaró públicamente que, ante la gravedad y complejidad de la situación, la Administración no sabía qué decir.
¿Se descubren nuevas enfermedades o se inventan? En la academia circulan muchas opiniones, desde los que piensan que son fenómenos naturales, que se van conociendo cada vez mejor, hasta los que creen que son construcciones sociales
La historia del doctor Meadow puso dramáticamente sobre la mesa una gran variedad de cuestiones acerca de la forma en que las enfermedades se conciben y se descartan, se descubren o se inventan; sobre el grado de fiabilidad de los conocimientos médicos (el sagrado concepto de “evidencia” en medicina); sobre la dificultad de razonar acerca de cuestiones vitales en condiciones de incertidumbre; sobre las profundas consecuencias humanas, familiares, sociales y penales de las siempre más o menos razonables, pero nunca infalibles, conclusiones médicas.
La insólita situación que en 2004 se produjo en Inglaterra —y que se ha repetido ahora en Australia—, fue consecuencia de un dictamen jurídico que derrumbó las “evidencias” de Meadow. Otros científicos aportaron datos genéticos que apoyaban su derogación. La cuestionada entidad patológica, la “ley científica” creada por un pediatra y refrendada inicialmente por sus colegas, fue abolida finalmente por un juez.
¿Se descubren nuevas enfermedades o se inventan? En la literatura académica circulan muchas opiniones, desde los que piensan que las enfermedades son fenómenos naturales que la ciencia va conociendo cada vez mejor hasta los que opinan que son construcciones sociales que cada grupo cultural hace o deshace. ¿Con qué pruebas se demuestra la existencia de un nuevo síndrome? En el caso Meadow fue una hipótesis verosímil, apoyada en algunos hechos ciertos e inferencias no demostrables, vestida con estadísticas erróneas y consagrada por el consenso de otros colegas. Nuevas pruebas (que es como deberíamos traducir el término inglés evidences) provocaron el derrumbe de su teoría y una acusación de mala práctica por parte de un alto tribunal profesional. El error de Meadow fue confundir sus hipótesis con la realidad. Y fueron los jueces los que acabaron dictaminando (demasiado tarde para muchas víctimas) que la Ley de Meadow no era un descubrimiento sino una invención.
A los jueces, como a los enfermos, les incordian las inciertas teorías probabilísticas propias de la ciencia, pero les tranquiliza que les expliquen con seguridad qué es lo que ocurre
Del tipo de pruebas que se usaron en los procesos británicos da idea la declaración en la prensa de una de las condenadas: “Me preguntaron si había asfixiado a mi bebé y les respondí que no. Me dijeron que estaba mintiendo y, como la mentira es uno de los síntomas del síndrome de Münchhausen, confirmaron el diagnóstico”.
No faltaron, como siempre, los factores (y los rencores) personales. Uno de los principales testigos del fiscal australiano fue el exmarido de la acusada. Y también la exmujer de Meadow se ofreció para el pelotón de fusilamiento declarando que él veía madres asesinas por todas partes, además de ser un misógino con serios problemas personales en su relación con las mujeres. Reveló incluso que en su juventud Meadow había interpretado el papel del juez Danforth en la obra de Arthur Miller Las brujas de Salem, personaje que acusaba falsamente a mujeres de brujería y asesinato de niños. Según ella, Meadow le había confesado que se identificaba con aquel personaje mucho más de lo razonable.
Si aceptásemos este testimonio, llegaríamos a una conclusión inquietante, pero no desdeñable: la creación de un nuevo concepto de enfermedad se puede hacer a partir de conflictos personales enraizados en la zona mental más oscura del científico que la postula.
¿Podemos asegurar con plena certidumbre que Kathleen Folbigg y todas las demás mujeres encarceladas primero y liberadas después eran inocentes? No, no podemos. Los juicios penales, como los juicios clínicos, son casi siempre probabilísticos y casi nunca irrefutables. Lo único que podemos decir es que, con la perspectiva y los conocimientos actuales, parece muy probable que aquellas condenas fuesen erróneas y muy improbable —pero no imposible—, que cualquiera de aquellas mujeres fuese una trastornada capaz de asesinar a sus hijos para lograr atención médica.
Algunos de sus colegas declararon que Meadow era un científico solvente, pero que tenía poca capacidad para dudar de sus ideas. El marido de una de las mujeres condenadas a raíz de su testimonio añadía que precisamente por eso era tan apreciado como perito forense: a los jueces, como a los enfermos, les incordian las inciertas teorías probabilísticas propias de la ciencia, pero les tranquiliza que les expliquen con seguridad qué es lo que ocurre. A los médicos les resulta en ocasiones difícil asimilar que trabajan con un complejo entramado de hechos biológicos y valores de muchos tipos (personales, familiares, culturales, sociales…) que no permiten aplicar una lógica de certezas, sino un análisis racional y multifactorial en condiciones de incertidumbre. Los autores de descubrimientos científicos relevantes suelen tener un comprensible amor paterno por su teoría, que a veces les lleva a sobrevalorar su alcance y a subestimar la posibilidad de que sea errónea.
Un prestigioso médico de familia español, Francesc Borrell, dice que la asignatura más importante que no se imparte en las facultades de Medicina es la que debería enseñar a dudar.
José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en el de Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro Los géneros de la violencia.
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