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Elecciones Venezuela
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pulsión autoritaria

En el caso chileno, la elección venezolana ha despertado lo peor de una izquierda aplastada por el tiempo y la historia

María Corina Machado
María Corina Machado líder de la oposición venezolana asiste a la protesta contra los resultados electorales en Caracas, Venezuela, el 3 de agosto de 2024.Leonardo Fernandez Viloria (REUTERS)

Hace exactamente una semana, Venezuela celebró una elección presidencial cuyo resultado es incierto: ante la auto-atribución del triunfo por el dictador Nicolás Maduro sin aportar ninguna prueba (avalado por el Consejo Nacional Electoral, un órgano teóricamente autónomo, cuya decisión fue refrendada por el Tribunal Supremo de Justicia), el candidato opositor Edmundo González respondió con la propuesta de publicar el 80% de las actas de escrutinio, las que arrojarían números demoledores a favor de la victoria opositora. Ante este estado de cosas, solo queda una solución: contrastar públicamente las actas, unas contra otras, de cada una de las 30.026 mesas de votación, frente a algún juez imparcial. Lo que es increíble en esta elección, cuya operación en tres actos diferentes fue notablemente bien explicada por el portal de Euronews y de la BBC), es que el órgano regulador de las elecciones no sintió, ni ha sentido ninguna obligación para publicar las actas, refugiándose en el tecnicismo de que aun no vence el plazo legal para hacerlo. ¿Cómo no ver que no hay plazo legal que valga ante tamaña crisis política?

En medio de todo esto, constatamos prohibiciones de ingreso al país de varios ex presidentes y jefes de gobierno, fotografías que envejecerán muy mal de chilenos de una izquierda de otra era junto a Diosdado Cabello inmolándose por el régimen, un silencio aterrador y cómplice de Marco Enriquez-Ominami (un ex candidato presidencial chileno, de los pocos ex líderes que fueron aceptados a “observar” la elección), la partida con estruendo del Centro Carter tras reconocer que las elecciones no alcanzaron mínimos democráticos, y un largo etcétera. Es en este contexto que se inscriben actos de represión, muertos, centenares de detenciones, amenazas gubernamentales, diatribas en contra de gobiernos extranjeros, retiro del personal diplomático en siete países y tantas otras cosas más.

Una pequeña parte de la izquierda chilena, pero también española, ha ofrecido un espectáculo incalificable, plagado de ambigüedades y ambivalencias. En el caso chileno, la elección venezolana ha despertado lo peor de una izquierda aplastada por el tiempo y la historia, la que aun ve, en alguna esquina de la imaginación, la posibilidad de una revolución cuyo adjetivo se define por la imprecisión: revolución “bolivariana” (vaya uno a saber en qué sentido liberador y respecto de qué), “socialista” (“del siglo XXI” según el ideólogo Heinz Dieterich Steffan), a veces “anti-capitalista”.

El Partido Comunista de Chile ha mostrado una pulsión autoritaria inaceptable: ante las acusaciones fundadas de fraude provenientes de todas partes, el presidente del PC Lautaro Carmona confiesa de modo increíblemente confuso que no tiene otra alternativa que reconocer el triunfo de Maduro, la diputada Carmen Hertz (viuda del ejecutado político Carlos Berger) acusa un “tufillo” de anti-comunismo y proscripción, mientras que la diputada Lorena Pizarro (hija de un dirigente comunista detenido desaparecido) no dio la unanimidad en la cámara baja para condenar al régimen de Maduro. En cuanto al influyente dirigente Juan Andrés Lagos, este no descarta una revisión de las políticas de alianzas en el marco del XXVII Congreso del partido de la hoz y el martillo. No muy distinta ha sido la reacción de una parte marginal de la izquierda europea, por ejemplo española: desde Irene Montero (número dos de Podemos y eurodiputada) hasta Juan Carlos Monedero (un politólogo que fue asesor del gobierno venezolano y que lleva días de las mechas con varios colegas por redes sociales), la aceptación del triunfo de Maduro no mereció ni reparos ni dudas, como si el puñado de países que ha aceptado el triunfo del gobernante fuese garantía de algo (entre ellos, China, Rusia, Cuba, Irán, Siria y Nicaragua).

Para resolver este entuerto, Estados Unidos ha hecho una pobre contribución en un continente en el que su influencia ha dramáticamente declinado: haber reconocido el triunfo de Edmundo González en nada ayuda, cuando lo que cabe hacer es presionar por la publicidad de las actas de lado y lado y contrastarlas unas con otras bajo supervisión internacional e imparcial. Qué duda cabe: el apresuramiento de Estados Unidos refleja un anémico pensamiento estratégico y una sobre-valoración de su influencia. Poco importa si países como Argentina, Uruguay o Perú lo han acompañado en este empeño: sin el concurso de Brasil, México y Colombia, el reconocimiento estadounidense es una torpeza que contrasta con la claridad que ha mostrado el presidente Gabriel Boric.

En esta controversial elección, lo que se encuentra en juego -más allá de todo cálculo- es cuanto importa la democracia, cuanto vale la forma de vida democrática ante modos alternativos de organización política. Lo que se encuentra en juego es, de verdad, algo elemental: el apego irrestricto a la democracia y sus principios liberales.

Si volvemos a la pulsión autoritaria de esta pequeña izquierda chilena que abusa del anti-comunismo, es necesario ser francos: haber sido víctima de la dictadura de Pinochet no da patente de corso ni autoriza a decir cualquier cosa. Son demasiados los muertos y detenidos desaparecidos de la izquierda chilena y del Partido Comunista para dejar pasar lo que se ha escuchado por estos días: la memoria de Carlos Contreras Maluje y Carlos Lorca, entre tantos otros, obliga a ser justos. Ahora y siempre.

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