Mal genio
Si la adolescencia es un umbral en que el mundo debiese abrirse, en la serie ‘Adolescencia’ lo que sucede es que el mundo no ofrece ninguna forma de fuga. Se repliega, crece hacia adentro, se come a sí mismo

¿Qué está pasando?, se preguntó Stephen Graham, actor y escritor de la serie Adolescencia, al leer sobre casos de adolescentes que asesinaban a chicas jóvenes. “Antes no pasaba”, dijo en una entrevista. Pero pasaba. Siempre pasó. La diferencia, tal vez, sea la luz: ahora todo se ve. O quizá sea la edad. Jamie, el asesino, tiene 13 años.
El protagonista de La naranja mecánica tenía 15 en la novela, pero Stanley Kubrick decidió subirle la edad en la película. También Kevin, el joven psicopático de Tenemos que hablar de Kevin, tenía 15, aunque en el cine parece mayor. ¿Es insoportable admitir que la infancia también sabe de destrucción?
Es el dilema de la serie –advertencia, esta columna contiene muchos spoilers– y de la elección del actor: un niño con cuerpo infantil, brazos delgados, su rostro rechoncho, la piel lisa, el pijama de dos piezas comprado en la sección de niños. A diferencia de los personajes literarios mencionados, no se disfraza de adolescente; no hay un guiño que alivie al espectador la incomodidad. Más cercano a los niños de El señor de las moscas, no solo en edad, sino en el conflicto central: ¿qué ocurre en un universo cerrado, donde los niños dominan a otros niños? ¿Dónde está la línea entre crecer y jugar a ser adultos?
¿Qué está pasando?
En la serie, lo primero que debe establecerse: no hay escapatoria. Desde el primer capítulo la sentencia está escrita. Hay un video. Pero, lo justo es decir, que desde antes no había salida.
La policía entra a la casa del sospechoso con brutalidad desmedida, como si el peligro fuera incontrolable. Pero lo que encuentran es otra cosa: un niño, un oso de peluche y un papel mural con planetas. Pero no hay cielo. La serie es un corredor angosto, sin interrupciones. Son cuatro episodios que no dejan aire, construidos en plano secuencia, sin cortes, sin pausas ni respiro. Si la adolescencia es un umbral en que el mundo debiese abrirse, acá lo que sucede es que el mundo no ofrece ninguna forma de fuga. Se repliega, crece hacia adentro, se come a sí mismo.
“¿Alguien aprende algo acá?”, pregunta el policía a cargo, al visitar el colegio de los involucrados. Los niños se observan con sospecha, se ríen unos de otros; hay que sobrevivir. Los profesores gritan. “Suelten el teléfono”, es lo que deben decir. Suena la alarma de emergencia, no sé sabe por qué, da igual, porque en el fondo es el tono de la realidad. La compañera del policía le pregunta: “¿Por qué las escuelas tienen olor a repollo, vómito y masturbación?”. Esa escuela olía a desecho, no a deseo. Es el olor del revoltijo: todo demasiado cerca y sin bordes. La falta de distancia psicológica sofoca el crecimiento. (No es seguro que el manoseado concepto de salud mental lo tome siempre en cuenta). Sin distancia –por ejemplo, la del respeto, que es menos una virtud que una barrera de seguridad– queda solo el intento de diferenciarse de la forma más brutal: con odio, empujando a otro fuera del cuadro. Sin límites, las emociones se enredan unas con otras. La pena no se distingue del miedo, el miedo de la rabia. Y el sexo, más que una promesa, aplasta.
Aprenden algo, dice la serie. Aprenden el lenguaje de los que fueron jóvenes hace un minuto. El léxico de los derechos, también de la fama rápida, del feminismo, y a la vez, de la reacción antifeminista. Todo mezclado, sin dirección. Heredan ideas fuertes, pero ideas como trajes, no como herramientas. Hace un rato que las ideas parecen no pasar por el filtro del mundo interior, para ser digeridas antes de convertirse en palabra propia. Muchas ideas se volvieron monotemas, no diálogos. Eso pasó. Quizá por entusiasmo, por la prisa de dejar atrás a los mayores, por miedo. Porque apareció algo más grande que todos: el escarnio público, esa criatura sin rostro que solo la escala digital consigue. Demasiado para quienes no crecieron con ello. Demasiado para quienes nacieron dentro de ello.
Las redes sociales parecen una apertura, y tal vez lo sean. Pero en la serie, para los niños atrapados en el mundo cerrado de la escuela, son otra cosa: un eco sin fin, donde todo se amplifica, lo bueno, pero sobre todo lo peor. Jamie, era acosado. Le decían Incel —célibe involuntario— misógino, perdedor. La publicación “tuvo muchos likes”, dicen los investigadores. Como si apenas ahora entendieran lo que los más chicos enfrentan en sus piezas, ese lugar que se supone seguro, pero donde la puerta no bloquea nada.
¿Qué podría ser seguro? Que Jamie hubiese podido hacer otra cosa frente a la humillación. No habría una chica muerta y un niño destruido. Pero, según su mamá era “mal genio”. Como el padre.
No queda claro si la psicóloga que lo entrevista lo evalúa o intenta que se delate, y demuestre que no es un niño inocente. La tesis es simple: es violento como su padre. Pero, como señala el creador de la serie, ¿y si la culpa no fuera de los padres? El padre no era un mal tipo. Trabajaba mucho, y sí, frustrado, podía perder el control, romper algo, gritar en la tienda. Pero cuidaba a su familia, era amable con su esposa y sus hijos. Machista, sin duda, pero no hablaba el lenguaje de Jamie y sus pares. No hablaba en la lengua de la misoginia. Tal vez a eso se refiere Graham cuando dice esto no pasaba antes: la violencia machista siempre estuvo ahí, pero la forma de la guerra entre los sexos, entre pares, entre niños, no. Antes, nos buscábamos.
¿Qué sucede entonces?
Era mal genio. Quizá lo heredó del padre o simplemente de su tiempo. Detenerme en esa expresión no es una forma de suavizar la conducta, es una precisión: es el estado mental en el que no hay espacio para pensar, se avanza hasta el impacto. Tiene un matiz de género, no porque las mujeres no tengan mal genio —lo tienen, y de formas devastadoras—, sino porque hay un tipo de frustración masculina, en especial frente a la humillación, cuya respuesta puede ser irreversible.
Hay una clave en la idea misma de tragedia. La tragedia griega no fue solo un género teatral, sino un punto de inflexión en la historia del pensamiento, una encrucijada entre el destino y la responsabilidad. Surgió en el momento en que el viejo modo de pensar —en dioses y oráculos— era incompatible con la polis. Era la infancia de su historia, como la de cualquier ser humano. Pero los griegos querían verla, quizá para no olvidar que la hybris es capaz de atrapar aun al más racional. Edipo era un buen rey, pero estaba tomado por un “mal genio” que lo llevó a la ceguera de la arrogancia y a la cólera asesina. La escena de su vida fue el cruce de caminos y la falta de espacio para dos, para un padre y un hijo. Es la metáfora perfecta de su historia: un padre que quiere matar al hijo al saber que lo sustituirá, un hijo que mata al padre porque no le cede el paso. Un padre que leyó el oráculo como una condena y no como una ley humana: el hijo llega para marcarle el tiempo. Y el hijo tampoco sabe esperar. Reclama el trono antes de tiempo y, en lugar de avanzar, vuelve al origen: la cama de su madre. Un error circular, perfecto. No logra dar con la mínima ley del tiempo: para no chocar debe pasar uno antes del otro.
El tiempo es el que hace al espacio. Y la tragedia —de antes y de hoy— es un estado mental estrecho, a falta de herramientas para encontrar salida.
¿Reconocemos la existencia de esa “antigua forma de pensar”? ¿O solo cuando el mundo parece andar en círculos? Como la sensación actual de estar bajo un timbre de emergencia, que, aunque ni se sepa la razón, obliga a todos a correr al mismo tiempo. Sin espacio, es difícil que lo que llamamos valores -los viejos, los nuevos - sean más que una cáscara vacía.
Agrandar el mundo siempre fue un acto interno. Hacerle espacio al extraño, que a veces es uno mismo. El buen humor y la compasión son formas de crecer. Así proteger al otro de nuestra envidia y paranoia. Protegernos a nosotros mismos de destruirnos.
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