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Bienestar social
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La sociedad del bienestar, ¿una utopía realista?

Mariátegui se imaginaba la política, y en particular al socialismo, como una máquina capaz de traducir esa mezcolanza de malestares y anhelo

un hombre con una bandera chilena durante una manifestación en el estallido social de 2019
Manifestante durante las protestas en Santiago, Chile, el 8 de noviembre 2019.JORGE SILVA (Reuters)

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, reza una lapidaria consigna cuya autoría se debate entre Slavoj Žižek y Fredric Jameson. Para referirse a este mismo fenómeno, el crítico cultural británico Marc Fisher acuñó el concepto “realismo capitalista”. “Entiendo por realismo capitalista —sostenía— la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa”.

Sorprendentemente, un siglo antes de que Fisher chocara contra el muro del fin de la historia, desde un rincón de América del Sur, José Carlos Mariátegui —joven peruano que se convertiría en una de las principales figuras del socialismo de nuestro continente—, arribaba a conclusiones similares. Sin imaginación —afirmaba— no hay progreso ni revolución posible. Recordemos, para entender sus palabras, que por esos años la llama de la Revolución Rusa todavía encendía esperanzas en distintos puntos del globo. Su reflexión, hay que aclararlo de inmediato, no es un devaneo diletante ni un juego retórico. Estamos hablando del fundador del Partido Socialista del Perú, de un hombre que exprimió su imaginación para elaborar una salida democrática en un periodo de aguda crisis y conflictividad social y que, en ese contexto y al fragor de esas luchas, se pregunta cómo se podría en el Perú crear una modernidad nacional, mestiza e indígena al mismo tiempo. Desde su óptica, el mayor ejemplo de imaginación latinoamericana había sido la gesta independentista. “Los libertadores —decía a propósito del centenario de la batalla de Ayachucho— fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo. Trabajaron por crear una realidad nueva. Bolívar —concluye— tuvo sueños futuristas”. Inspirado en la historia de la independencia, se representaba el desafío de su generación como una tarea análoga en términos de capacidad de imaginar y de actuar.

Pero la imaginación, para volver al presente, goza de mala fama entre nosotros. La derrota del 4 de septiembre de 2022 contribuyó en buena medida a ese descrédito. Como si ese resultado confirmara una asentada aversión al cambio o una adhesión entusiasta al orden establecido; interpretaciones reforzadas, además, por la preponderancia que adquiere hoy el problema de la seguridad y el crimen organizado. Si bien sería más honesto reconocer que la profundidad de la crisis que se expresó en octubre de 2019 torna imposible la hipótesis de que las demandas sociales que la engendraron hayan sido reemplazadas por otras más urgentes, parece haberse instalado —y no solo en la derecha— la convicción de que los chilenos ya no quiere saber nada de cambios. Sin embargo, para quienes estamos convencidos de que el malestar que hoy se expresa como inseguridad, desagrado con experiencias cotidianas de agresividad e incivilidades, no desplaza la preocupación respecto de la vejez, la salud, la posibilidad de adquirir una vivienda propia o de alcanzar un nivel de vida proporcional al esfuerzo y a las expectativas generadas por la promesa meritocrática, el problema sigue abierto.

La crisis que atraviesa el país, lo estamos viendo, abre paso a posibilidades muy distintas, que coexisten y compiten: a una nostalgia por lo perdido que podría resumirse en el lamento “Chile ya no es lo que era”; a la búsqueda de culpables y canallas (los migrantes, los políticos o las feministas); a la tentación de soluciones drásticas y autoritarias del estilo “necesitamos un Bukele chileno”; y, también, a cambios que habiliten nuevas formas de convivencia entre las personas y de relaciones entre el Estado y la sociedad. Esto ocurrió, por ejemplo, cuando las estudiantes que protestaron en 2018 contra el acoso sexual nos permitieron aspirar a una vida libre de violencias y al establecimiento de vínculos interpersonales más sanos o cuando los pingüinos, hace ya casi 20 años, nos convencieron de que todos los niños y jóvenes de Chile merecían tener una educación pública digna y de excelencia.

Mariátegui se imaginaba la política, y en particular al socialismo, como una máquina capaz de traducir esa mezcolanza de malestares y anhelos, de indignaciones y deseos populares, en un proyecto coherente, y, también, de acumular la fuerza necesaria para hacer avanzar la historia en esa dirección. Las “utopías realistas”, así llamaba a esta suerte de síntesis, debían estar ancladas en intereses y grupos sociales, si no, no tenían futuro. “Los idealistas —apuntaba sobre este punto central— necesitan apoyarse sobre el interés concreto de una extensa y consciente capa social”, porque “el ideal no prospera sino cuando representa un vasto interés”. Favorablemente, para que no se nos acuse de vendedores de humo, la historia de las izquierdas y de los proyectos populares que caracterizaron al Chile del segundo tercio del siglo XX, así como de los movimientos que empujaron los progresos sociales y políticos más significativos del periodo, abunda en ejemplos de “utopías realistas”. Mencionemos algunas: el Servicio Nacional de Salud, la ley de instrucción primaria obligatoria, la jornada laboral de ocho horas, la Corporación de Fomento de la Producción, el voto femenino, la reforma agraria, la nacionalización del cobre. Nada de eso existía. Todo tuvo que ser imaginado y concretado. Poderosos sectores se opusieron a cada una de estas propuestas. Conquistarlas costó mucho trabajo, muchos años —en algunos casos décadas— y, ciertamente, mucha imaginación.

Si la política se trata de convertir intereses en utopías realistas, las izquierdas chilenas tenemos mucho trabajo. El agotamiento del modelo —sobra evidencia— y la certeza de que las recetas del siglo XX no pueden replicarse, nos obliga a crear. Construir una sociedad del bienestar, en la que podamos realizar trabajos más satisfactorios, en la que recibamos los cuidados necesarios en cada etapa de la vida y en la que gocemos de más tiempo, más libertad, más autonomía, más protección y más seguridad puede ser la utopía realista que nos toque imaginar y, esperemos, realizar.

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