‘Better stay woke’
El debate que plantea Susan Neiman partir de su experiencia en Europa y Estados Unidos, aterriza en un Chile que demanda explicaciones de los sinuosos caminos recorridos desde el estallido social de 2019 a la actualidad
Hay quienes afirman que en Chile crece saludable una variante criolla del wokismo, fenómeno de naturaleza difusa, que, en una interpretación lata, podría agrupar sin mayores distinciones a promotores de la cultura de la cancelación y al activismo LGBT, a ecologistas y a quienes defienden políticas de la identidad, a feministas y a nacionalistas radicales. La nueva izquierda, de acuerdo con algunos analistas, sería el espacio de mayor propagación de esta sensibilidad.
Si bien esta lectura no es desechable, varias precisiones tendrían que ser realizadas para calificar de woke a los movimientos políticos que han surgido a partir de los ciclos de movilización de las últimas décadas y que, aunque es difícil hallar quien lo reconozca abiertamente, representan intereses sociales que la política soslayó por largo tiempo y no simplemente una renovación generacional o estética.
La visita a nuestro país de Susan Neiman, autora del provocador libro Izquierda no es woke, nos da ocasión para detenernos en algunos puntos de este debate que, si bien tiene su origen en contextos no del todo asimilables al nuestro, es productivo para abrir diálogos entre los grupos que componen el heterogéneo campo de las izquierdas, y que es, a fin de cuentas, el mundo al que Neiman quiere hablarle de manera preferente.
Izquierda no es woke es una diatriba apasionada contra las premisas filosóficas del wokismo: la negación del universalismo, la desconfianza en la posibilidad de la justicia y la negación de la idea de progreso. Lo woke, para esta autora, esconde pulsiones autoritarias, antimodernas y que, en definitiva -y esto es lo que más le importa-, pavimentan el camino a lo que denomina “proto fascismos”. Por ello denuncia la cultura de la cancelación y la tiranía de lo políticamente correcto, la supuesta posición moralmente superior de las víctimas (y lo dice como una judía crítica de la política colonial de Israel y de la extrema derecha nacionalista que hoy perpetra un genocidio en Gaza) y el irracionalismo disfrazado de pensamiento crítico. Sus planteamientos son de una admirable honestidad y valentía, sobre todo en épocas en que movimientos cuyo objetivo dice ser la emancipación humana son arrastrados por tendencias inquisitorias y punitivas. En contraposición, Neiman realiza una defensa, también vehemente, de los valores de la modernidad, sin caer, por cierto, en una apología acrítica. Hay demasiada historia acumulada como para negar las dimensiones más oscuras del proyecto moderno y la autora lo reconoce, pero se afirma de la utopía que la Ilustración contiene para defender la actualidad de sus promesas de libertad, igualdad y solidaridad universales. La izquierda, dice con razón, es la defensora por antonomasia de estos valores.
El debate que plantea Neiman partir de su experiencia en Europa y Estados Unidos, aterriza en un Chile que demanda explicaciones de los sinuosos caminos recorridos desde el estallido social de 2019 a la actualidad, y, por lo mismo, sus razonamientos se entroncan con los intentos más o menos rigurosos y más o menos honestos de comprender a una sociedad que ninguna encuesta ha podido delinear con precisión y que ningún sector político ha podido echarse al bolsillo. Sus argumentos circulan bajo estas condiciones y así como pueden estimular discusiones pueden también alimentar caricaturas, como aquellas que algunas franjas del progresismo, sobre todo después de la contundente derrota del 4S, han construido acusando a la nueva izquierda de woke y achacando a las “políticas identitarias” el fracaso de la primera Convención constitucional. La nueva izquierda, sostienen algunos, estaría más preocupada de las agendas de género (entendidas como “mujerismo”) que de promover políticas para amplias mayorías y los intereses particulares que se tomaron la convención, agregan otros, impidieron que principios universales prevalecieran en el texto. Todas estas críticas deben ser atendidas, sus argumentos analizados en profundidad y valorados en su mérito, pero no es este el espacio para realizar ese estimulante y largo ejercicio. Sin embargo, lo que resulta más fácil de despejar es esa idea de que el wokismo constituya la sensibilidad predominante de la nueva izquierda. Pensemos solo en las luchas que le dieron origen: la demanda de una educación pública, gratuita y universal; el cuestionamiento a la mercantilización de dimensiones de la vida tan sensibles como la salud y las pensiones, muchas de las cuales consolidaron sus lógicas de mercado cuando la ex Concertación dirigía los destinos del país (el estallido social del 2019 tuvo bastante que ver con los límites de la tercera vía chilena). Pensemos también en las principales políticas que esta nueva izquierda ha impulsado: reducción de la jornada laboral, aumento del salario mínimo, copago cero en la red pública de salud, pago efectivo de pensiones de alimentos… lo woke no parece ser la tónica de este Gobierno, aunque algunos episodios puedan ser inscritos en esta categoría.
Ahora bien, no quisiera dejar pasar un aspecto poco atendido y probablemente de los más importantes del libro de Neiman. Como señalé, su preocupación por lo woke nace de su relación con el crecimiento de lo que denomina “protofascismo”, porque hablar de tendencias “autoritarias” y “antidemocráticas” le parece, a estas alturas, insuficiente. “Si esperamos hasta que se construyan campos de concentración para llamar a los protofascistas lo que son -señala-, será demasiado tarde para poder detenerlos”. Ante este peligro, Neiman defiende una propuesta política: “es el momento -apuesta- de un frente popular”. Y me permito acá citar más en extenso la reflexión histórica que sustenta su proposición: “Si los partidos de izquierda hubieran estado dispuestos a formar un frente popular, como recomendaban algunos pensadores, desde Einstein hasta Trotski, el mundo podría haberse ahorrado su peor guerra. Las diferencias que dividían a los partidos eran reales; habían provocado incluso el derramamiento de sangre. Pero, aunque el Partido Comunista estalinista no fuera capaz de verlas, esas diferencias palidecían comparadas con la diferencia entre los movimientos universales de izquierdas y la visión tribal del fascismo. No nos podemos permitir caer en otro error similar”. La propuesta de Neiman nos compete en la actualidad a todas las izquierdas, también a las chilenas, y la única ventaja que tenemos en relación a quienes nos precedieron es que ya sabemos las consecuencias que pueden tener nuestras decisiones.
Para cerrar estas líneas, quisiera recuperar una historia que condensa el sentido de toda esta discusión mejor que cualquier argumento: mientras el fascismo crecía en la Europa de los años 30, en Estados Unidos nueve adolescentes afroamericanos eran condenados a muerte acusados de violar a dos mujeres blancas. Eran inocentes. El caso movilizó a quienes luchaban contra la injusticia racial y de clase, a comunistas y activistas negros a lo largo del mundo. Como expresión de estas luchas el viejo blusero Lead Belly compuso el tema Scottsboro Boys. En él instaba a sus seguidores a mantenerse alerta contra los abusos: Better stay woke cantaba con esa voz densa y curtida que le caracterizaba. Y de ahí, nada más y nada menos, viene woke, el concepto que en esta ocasión nos convoca. Un origen noble que no es anulado por la acepción peyorativa que el término tiene en la actualidad. Better stay woke. Una advertencia que debiera seguir resonando fuerte en las cabezas de todas las izquierdas ante los peligros que acechan.
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