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GOBIERNO DE JAVIER MILEI
Tribuna
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Javier Milei, o el populismo científico

El Gobierno para él no es la vulgar administración de la realidad, sino la encarnación de una verdad trascendente

Javier Milei, presidente de Argentina
Javier Milei ofrece un discurso en Buenos Aires, en noviembre de 2023.AGUSTIN MARCARIAN (REUTERS)
Sebastián Guidi

El ascenso de Javier Milei a la presidencia ha posado los ojos del mundo sobre la Argentina más de lo que lo había hecho la Copa del Mundo exactamente un año antes. Tanta es la excentricidad del hombre —tan estruendosos sus gritos, tan alocadas sus declaraciones, tan desordenado su cabello— que acaso sea difícil atravesar la superficie del personaje para desentrañar el fenómeno político que protagoniza. La prensa internacional, forzada a dar una explicación, coloca a Milei en la larga hilera de populismos de derecha contemporáneos. El propio Milei ha fomentado esta comparación, incluso realizando invitaciones inusuales a su acto de asunción, como los europeos Viktor Orbán y Santiago Abascal y los ex presidentes Jair Bolsonaro y Donald Trump.

En efecto, el presidente argentino ha llegado al poder con la retórica que el politólogo neerlandés Cas Mudde identifica como típicamente populista: opone a un pueblo impoluto e inocente contra élites autointeresadas y corruptas para avasallar todo freno institucional que éstas han instaurado para su propio beneficio. Milei no ha esperado para manifestar su desprecio por las instituciones políticas del país: a los pocos días de asumir, dictó un decreto presidencial de carácter legislativo que reforma o deroga más de 100 leyes con décadas de vigencia y solicitó al Congreso la delegación de innumerables facultades en prácticamente todas las áreas de Gobierno.

Los legisladores que se opongan, ha sentenciado Milei, sólo pueden ser sádicos o corruptos; aquellos que buscan debatirlo, lo hacen sólo mientras esperan un soborno. El vocero presidencial —más políticamente correcto, pero igualmente preciso— declaró que quienes se opongan estarán poniendo palos en la rueda de lo que los argentinos de bien han votado. Milei no fustiga únicamente al partido que acaba de dejar el Gobierno (por más que haya prometido poner la tapa del ataúd del kirchnerismo), sino que en su discurso el modelo empobrecedor de la casta política se ha extendido por los últimos cien años (casualmente o no, desde la elección de Hipólito Yrigoyen, primer presidente electo por sufragio universal masculino). Los políticos, así en general, son para Milei subhumanos.

La retórica y la estética del líder de La Libertad Avanza lo afilian con el populismo de derecha en un sinfín de otras formas. En un modo típicamente reaccionario de denunciar decadencia moral, Milei y sus laderos han agitado frecuentemente el fantasma de la pedofilia. La figura de Milei es frecuentemente hipermasculinizada a través de imágenes modificadas por inteligencia artificial que estilizan su torso y angulizan su mentón. Como Bolsonaro, Trump o incluso Benito Mussolini, la sobreexposición de la sexualidad de Milei también parece diseñada para cultivar la imagen de una masculinidad exaltada. El presidente ha llegado a alardear, sin broma alguna, sobre la superioridad moral y estética de los liberales.

De todos modos, su rutilante victoria oscurece un rasgo disonante que puede pasar comprensiblemente inadvertido para quienes hayan descubierto al personaje recién en su sprint final hacia la presidencia. Contra lo que podría esperarse de un típico populista, Milei ha declarado varias veces no creer en las mayorías como forma de elección colectiva: como lo demostró el Teorema de Imposibilidad de Arrow —explica—, la democracia son tres lobos y una oveja votando para decidir qué cenar.

La respuesta es rica en implicancias, especialmente porque el Teorema de Arrow (que versa sobre ciertas propiedades formales de los sistemas de votación) no dice nada de eso. Como quien fabrica motivos para desdeñar a una ex pareja (con esa lógica peculiar que da el odio, diría Jorge Luis Borges), el Teorema de Arrow aparece para dar una pátina de falsa cientificidad a una repulsión emocional preexistente. Y aquí aparece el rasgo clave de Milei que lo distingue de los populistas contemporáneos: cuando es presionado, Milei no busca su legitimidad en las mayorías ni en el pueblo, sino en la ciencia. Como los comunistas que ve por todos lados, el Gobierno para él no es la vulgar administración de la realidad, sino la encarnación de una verdad trascendente.

Si bien Milei no es un académico (carece de papers citados por colegas e incluso varios de sus libros y artículos de divulgación han sido denunciados como plagiados) sus defensores a veces lo presentan así para disimular el carácter fantasioso de algunas de sus ideas. Lo que lo puede confundir con un académico (¿acaso a él mismo?) es que se ha embriagado con la idea teórica del libre mercado para resolver cualquier asunto humano. En su mente, la solución a cualquier problema no se busca consultando a los afectados o estudiando el campo, sino aplicando mecánicamente la ley de oferta y demanda. ¿Inseguridad? Hay que aumentar el costo esperado de la delincuencia, permitiendo a la gente estar armada. ¿Educación? Se le da un voucher a cada alumno y se deja a las escuelas competir por ellos. ¿Trasplante de órganos? Ni hace falta aclararlo.

A tal punto llega su desprecio por las mayorías que cada vez que le han preguntado cómo haría para gobernar en minoría ha citado Macabeos I, 3:19: “La victoria en la batalla no depende de la cantidad de soldados, sino de las fuerzas que vienen del Cielo”. Desde entonces y hasta hoy, el presidente ha invocado el auxilio de las fuerzas del Cielo en cada uno de sus mensajes a la población. Si es la verdad científica la que da legitimidad al ejercicio del Gobierno, la democracia es —como dijo Stephen Hawking respecto de Dios— un supuesto del que se puede prescindir. Sus ídolos teóricos, que apoyaron activamente la dictadura de Augusto Pinochet por su política económica, estarían naturalmente de acuerdo.

Aun en su luna de miel electoral, Milei ya ha expresado su indiferencia por la opinión pública. Al expresarse sobre las protestas relativamente numerosas que siguieron a sus primeras medidas, el presidente explicó que se trataba de víctimas del síndrome de Estocolmo. El principal arquitecto de su plan desregulatorio también se burló de quienes protestaban, diciendo que ni siquiera sabían por qué lo hacían. La principal campaña en las redes sociales del nuevo Gobierno, fogoneada por el propio presidente, busca instalar que quienes critican al Gobierno “no la ven”, sin nunca aclarar qué es lo que no ven ni ofrecerles mostrárselo. Contra lo que podría esperarse de un populismo tradicional, la retórica del Gobierno de Milei se parece más a la de una vanguardia iluminada.

Hasta ahora, Milei ha basado su legitimidad en dos fuentes contradictorias: la mayoría electoral y la verdad trascendental. Hoy, a un mes de iniciado el Gobierno, ambas fuentes pueden afirmarse sin contradicción: la mayoría del pueblo ha abrazado la Verdad. El de Milei sería, parafraseando a Carlos Marx, un populismo científico. Sin embargo, el presidente debe saber que ha alcanzado un equilibrio altamente inestable: la propia idea de democracia es alérgica a la noción de verdad trascendental. A medida que la pretensión de Milei de representar a una mayoría real de los argentinos se vuelva menos plausible, tendrá que elegir: sacrificar la verdad en el altar de la democracia, o insistir en su misión de libertar a los argentinos ciegos que algún día se lo agradecerán. El futuro de la democracia argentina depende de esta crucial decisión.

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