El orgullo y la democracia
Si bien la democracia como ideal político es mayoritariamente valorada de modo positivo, su manifestación concreta provoca desafección
Hace pocos días se ha dado a conocer el informe de resultados de la Encuesta Chile Dice, organizada por la Universidad Alberto Hurtado y Criteria. La versión de este año se ha orientado a dar cuenta de imaginarios ciudadanos sobre la democracia en Chile, en sintonía con la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado y algunos signos preocupantes de avance de visiones autoritarias en el país. El estudio arroja resultados de dulce y de agraz. Por una parte, se aprecia que la ciudadanía sostiene, en general, una amplia preferencia por la democracia. Así, un 81% considera que es bueno o muy bueno tener un sistema democrático en nuestro país y un 71% apoya la existencia de acciones estatales que promuevan garantías sociales tendientes a la equidad. Sin embargo, también se presentan algunos índices no tan halagüeños. Por ejemplo, más de un cuarto de las y los entrevistados señalan estar de acuerdo con que “en algunas circunstancias, un Gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático” o que “a la gente como uno le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario”.
Una de las preguntas que busca dar cuenta de la evaluación que tienen las y los encuestados sobre la democracia en Chile es: “¿Hasta qué punto se siente usted orgulloso del sistema político de Chile?”. Resulta interesante hacer un par de comentarios al respecto. Según la primera acepción del diccionario de la RAE, el orgullo consiste en un “sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios o por algo en lo que una persona se siente concernida”. Parece ser, entonces, un afecto favorable y propicio, que podríamos vincular, tanto en el plano individual como colectivo, con la noción contemporánea de autoestima. Sin embargo, nuestro sentido común y el uso cotidiano del término nos lleva a notar que el orgullo implica también una disposición afectiva que suele presentar una cierta ambivalencia, si se lo entiende desde una perspectiva normativa o moral.
Así, como señala la segunda acepción del diccionario, constituye una conducta marcada por la “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad”, características que parecen ser muy poco favorables para una buena convivencia en cualquier nivel de relaciones humanas, lo que incluye, por supuesto, la política. ¿Cuántas de las polémicas en este ámbito, en las que se invierte tiempo valioso y energías que debieran aplicarse a la solución de los problemas comunes, no están atravesadas por esta dimensión del orgullo como desconocimiento o minusvaloración del otro? En la conmemoración de 50 años desde el quiebre político más importante de la historia contemporánea de Chile, pensar en sus causas, en el horror posterior y en la pervivencia de actitudes enmarcadas en esta emoción que erosiona la democracia es, en nuestra opinión, un imperativo.
Un 52% de quienes respondieron la encuesta se sienten “nada de orgullosos” o muy poco orgullosos con el funcionamiento del sistema político en Chile. Esta valoración afectiva debiera ser una temprana campanada de alerta. Si bien la democracia como ideal político es mayoritariamente valorada de modo positivo, su manifestación concreta provoca una desafección que aparece como incipientemente mayoritaria entre quienes fueron consultados por Chile Dice.
En las últimas décadas, desde las Humanidades y las Ciencias Sociales se ha subrayado el peso de los aspectos emocionales en los diversos niveles de la experiencia humana. En lo que respecta a las posibilidades de fortalecer una verdadera ciudadanía democrática, un par de académicos norteamericanos (Ted Brader y Erin Cikanek) han tipificado al orgullo como una emoción política con un valor productivo para la sociedad como colectivo, en la medida que mantiene y refuerza las expectativas y estándares con los que se vive la vida en común. Si se toma en cuenta esta perspectiva, vale la pena considerar al orgullo como un indicador de salud democrática. La vinculación afectiva de satisfacción que supone estar orgulloso del sistema político aparece como deseable en la medida que puede considerársela como parte de una actitud positiva frente a la vida en común. Por ende, si existe un 35% de personas que derechamente está “nada de orgulloso” del sistema político, ese hecho debiera mover a reflexión. Al desagregar a este grupo abiertamente insatisfecho mediante categorías como edad, estrato socioeconómico y posición política, se constata que el perfil predominante es de población adulta, de grupos sociales medios y bajos y de derecha. Estas características sugieren una posible convergencia con ciertos núcleos de los cuales se ha alimentado el éxito electoral de grupos de derecha política radical, de acuerdo a la definición dada por el cientista político Cristóbal Rovira, como el Partido Republicano.
Precisamente ha sido el orgullo, principalmente asociado a símbolos patrios, tradiciones y alguna nostalgia de orden social jerárquico, lo que ha constituido buena parte del capital político de grupos que, por el contrario, parecen descreer afectivamente del sistema político en los términos positivos que hemos caracterizado a esa emoción (o sea, como satisfacción frente a la vida en común). La reciente incorporación por parte de la bancada mayoritaria del Partido Republicano de un párrafo en una moción de la propuesta constitucional elevando a rango de la ley suprema del Estado a la práctica del rodeo y al baile de la cueca simboliza esa apropiación singular de la noción de orgullo.
En suma, gracias a los datos de Chile Dice se puede relevar un nuevo ángulo de análisis para un desafío que debe afrontar la democracia chilena hoy y en el futuro: disputar, en el plano de los afectos, el orgullo, y desplazar su eje hacia un sentido colectivo, abierto, propositivo, y encajonar a los discursos que lo rescatan simplemente desde el prisma de la exclusión y la superioridad.
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