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Chile
Tribuna
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Las huellas de Touraine en Chile

Tenía una especial afinidad con este país. Vino por primera vez en 1956 para investigar sobre los mineros de Lota. Su esposa Adriana Arenas, por quien sintió siempre una gran admiración porque le proveía de anclaje emocional con el mundo, era orgullosamente chilena

Alain Touraine en Barcelona, en 2010.
Alain Touraine en Barcelona, en 2010.Carles Ribas

Hace pocas horas murió en París el sociólogo Alain Touraine. Fui inesperadamente conmovido por su partida, a pesar que ya tenía 97 años. Quizás porque le debo buena parte de la forma como he abordado la vida.

Me acogió como estudiante a comienzos de los años 80. En Chile las protestas sociales mostraban sus límites como vía para terminar con la dictadura. Sentía la orfandad por carecer de un marco intelectual que diera luces acerca de cómo conseguir la recuperación de la democracia. Presentía, ya desde entonces, una afinidad con su pensamiento que no sabía definir. He llegado a pensar que, tal vez, se afincaba en una común matriz católica. Como fuere, me sentía cómodo con su visión de la sociedad como un misterio animado conflictivamente por la cultura y los actores sociales; algo que estaba en las antípodas del discurso que escuchábamos machaconamente en el Chile de entonces, cuando los Chicago Boys nos decían que la sociedad no existe, que sólo existen las “leyes naturales” de la economía.

Como estudiante tuve la ocasión de verlo en acción. Llegábamos a su seminario sagradamente los jueves a las 10 de la mañana. Hablaba por dos horas consecutivas en base a notas escritas en papeles en blanco con una letra pequeña e ininteligible. Verbalizaba libremente sobre lo que estaba investigando y pensando, lo cual tomaría mucho después la forma de un libro. Lo hacía incrustando continuamente referencias históricas, así como cuestiones contingentes. No acerca de lo que pasaba en el elegante escenario de la política, sino de lo que ocurría en los subterráneos, en las relaciones sociales, en la efervescencia cultural. En ese entonces le interesaban los sindicatos y el mundo del trabajo —una constante a lo largo de su vida—, los movimientos regionalistas y feministas, las disidencias en los países del socialismo real, especialmente Polonia. Sobre estos temas no era un mero observador. Organizaba equipos de investigadores y estudiantes y partía a terreno para conocer en cuerpo presente las fuerzas que estaban dibujando la sociedad del futuro. Lo hacía con pasión, como lo haría un militante. Pero lo suyo, insisto, no era la política: era la sociedad, en cuya dinámica incontrolable creía ver el cambio histórico.

Touraine, en suma, no enseñaba sólo ni principalmente con sus libros y conferencias: lo hacía con la actitud vibrante que mantenía hacia la vida que estaba naciendo y que fluía bajo la superficie y que brotaba a través de estallidos inesperados: el París del 68, el Chile del 73, la demanda feminista en Francia, el sindicalismo en los astilleros de Gdansk. Lo hacía con humildad; al menos toda la humildad que se le puede pedir, en el ambiente intelectual francés, a un “mandarín” formado en la École Normal Superior.

A diferencia de un Bourdieu por ejemplo —su hermano adversario—, Touraine se resistía a que el sociólogo, en base a sus herramientas conceptuales, asumiera el papel de intérprete del actor social para develarle en sentido de su acción. Esa visión, decía, que es propia del marxismo, es útil para un militante político, no para un sociólogo. A éste le pedía que escuchara la voz de los actores, que les proveyera de un espacio para que ellos mismos descubrieran el origen y la proyección de su conducta colectiva. A este método lo llamó “intervención sociológica”. Lo empleamos en Chile, en plena dictadura, junto a Francois Dubet y un grupo de colegas de SUR. Nuestro propósito era intentar comprender el movimiento de los pobladores, y con ello, la posibilidad de seguir soñando con una salida de la dictadura del tipo insurrección popular.

Touraine tenía una especial afinidad con Chile. Vino por primera vez en 1956, invitado por las Universidad del Chile, para investigar sobre los mineros de Lota. Su esposa Adriana Arenas, por quien sintió siempre una gran admiración porque le proveía de anclaje emocional con el mundo, era orgullosamente chilena. Estuvo aquí en los últimos meses de Allende, lo que aprovechó para escribir un diario sociológico que publicó después como Vida y muerte del Chile Popular, libro que se transformó en un clásico sobre la catástrofe a la que conduce el desacople de la voluntad política (en este caso revolucionaria) con los movimientos que agitan a la sociedad (es este caso, muy especialmente a las clases medias).

A pesar de ya ser una luminaria en el firmamento intelectual francés, los estudiantes chilenos siempre encontramos en Touraine una fuente de apoyo. Dirigía un laboratorio (el Centro de Intervención Sociológica) alrededor del cual todos girábamos, pero en su entorno nunca reinó ese espíritu de secta tan tradicional en la academia gala. Al revés: fue siempre muy respetuoso de la libertad de pensamiento de sus alumnos.

Doy un ejemplo. Estando bajo su tutela me obsesioné con Durkheim, cuyo pensamiento terminó siendo el hilo conductor de mi tesis de doctorado sobre la sociología del pinochetismo. El pensador bordolés no era particularmente de su agrado: a Touraine lo motivaba el conflicto, no el orden como a Durkheim. Recuerdo como ayer la vez que, sentado frente a él en su pequeña oficina, me miró y me dijo. “Entiendo que a usted le guste Durkheim. Viene de Chile, de una sociedad desgarrada por el conflicto. Me parece natural que busque una base para construir un orden que permita restaurar la paz y la convivencia. Si lo encuentra en Durkheim, adelante”. Así lo hice. Esto me llevó a tomar distancia intelectual de Touraine (y a él, por cierto, de mí), aunque mantuvimos siempre una relación de mucho respeto y amistad.

Con el paso del tiempo, sin embargo, lo fui entendiendo mejor, quizás por el curso mismo que siguió la sociedad chilena tras la transición democrática, cuando el exceso de orden devino en patología. También fui apreciando mejor el valor de aquella ruptura de Touraine con lo que algunos han llamada el leninismo sociológico: la noción según la cual la sociología es a la acción social lo que el partido de vanguardia es a la política: su intérprete esclarecido. De hecho, hace ya décadas renuncié a esa pretensión para asumir la vocación de sociólogo como una labor de escucha, de relación, de interacción, de facilitación de un acuerdo posible.

Chile fue la segunda patria de Alain Touraine. Con Adriana, fue aquí donde se afincaron sus afectos, los que heredó a sus hijos y a sus nietos. Por lo mismo, sus ideas y su figura seguirán presentes porque ayudaron a conformar el Chile de hoy.



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