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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las victorias del Me Too

La condena a Harvey Weinstein por violación y acoso quiebra un sistema de poder machista que basa su dominación en negar credibilidad a las víctimas. El silencio se ha roto y también la impunidad

Milagros Pérez Oliva
El productor Harvey Weinstein a las puertas de la Corte Criminal de Manhattan.
El productor Harvey Weinstein a las puertas de la Corte Criminal de Manhattan.TIMOTHY A. CLARY (AFP)

El feminismo llega a un nuevo 8 de marzo con muchos motivos para seguir movilizándose pero también con importantes victorias que celebrar. El próximo día 3, la ministra de Igualdad, Irene Montero, presentará la nueva ley de libertad sexual que incluirá importantes novedades en la lucha contra las violencias que sufren las mujeres y también un cambio crucial en la tipificación de los delitos de agresión sexual en el Código Penal. Pero la fecha llega también con notables victorias en el terreno de lo simbólico. La más importante, la condena al productor de cine Harvey Weinstein por abuso sexual y violación.

Poco podía imaginar la actriz Alyssa Milano cuando lanzó la consigna #MeToo a través de las redes sociales en 2017 que esa frase, que había acuñado en 2006 la activista social Tarara Burke, iba a ser la semilla de un movimiento global capaz de aglutinar tanta fuerza. En la diana estaba uno de los hombres más poderosos de Hollywood, un productor prepotente, un depredador sexual capaz de arruinar la carrera de la mejor actriz si no se plegaba a sus deseos. Más de 100 mujeres le acusaban, pero finalmente solo fue juzgado por un delito de abuso sexual y otro de violación, pues el resto había prescrito o presentaba problemas de prueba. La denuncia contra Weinstein puso fin al silencio y ahora la condena certifica el fin de la impunidad.

La dificultad de demostrar el abuso es lo que permite que hombres como Weinstein usen su poder en las finanzas, la universidad, la empresa o la política para acosar y abusar de mujeres. El de Weinstein es el ejemplo más claro, en palabras de la escritora Rebeca Solnit, “de cómo la existencia de un poder desigual es capaz de generar delitos y proteger al mismo tiempo a quienes los cometen”. Ese sistema de encubrimiento y protección de los acosadores es el que pretende derribar el movimiento Me Too. Por mucho que sean conductas tipificadas como delito, raramente resultan castigadas porque la voz de las mujeres no es creída, y esa falta de credibilidad forma parte del propio sistema de poder masculino. Además de la satisfacción de un deseo sexual, en el acoso suele haber una afirmación de poder. Muchas de las víctimas de Weinstein explicaban que su negativa a mantener relaciones actuaba sobre él como un estímulo y un factor de excitación: al placer del abuso añadía el placer de la dominación.

Cualquier mujer que se sienta humillada por una situación de acoso o abuso sexual se lo piensa mucho antes de denunciar. Sabe que no será creída y que, de persistir, se expondrá a un escrutinio sobre su conducta tan destructivo como el propio abuso. Por eso muchas acaban desistiendo. El poder que permite el abuso permite también silenciarlo. La sentencia marca un punto de inflexión. La justicia sigue siendo un campo adverso para las víctimas, pero gracias a la lupa que la movilización feminista ha puesto sobre la actuación de los propios tribunales, estos ya no son para los abusadores un terreno tan seguro. El escrutinio ha cambiado de bando. Las víctimas han encontrado en la sororidad del “Yo sí te creo, hermana” una fuerza que no tenían y están consiguiendo con la denuncia pública lo que los tribunales negaban.

El caso de Plácido Domingo es el último ejemplo. Aquí no ha mediado denuncia ni ha intervenido la Justicia. Solo el factor reputación. Este caso ha demostrado lo poderosas que son las corazas que la cultura machista crea para proteger a quienes abusan de su poder, pero también la vulnerabilidad de esas corazas cuando la estrategia que utilizan es minar la credibilidad de las víctimas. Las denuncias se conocieron por una investigación periodística de la agencia Associated Press. Varias mujeres le acusaban de acoso sexual y abuso de poder mientras dirigió la Ópera de Los Ángeles. El tenor lo negó con vehemencia e inmediatamente se desencadenó una oleada de apoyos que tenían un denominador común: cubrir de elogios al actor y sembrar dudas sobre la investigación y las denunciantes.

Plácido Domingo obtuvo el apoyo de notables políticos, desde el ministro de Cultura a la presidenta de Madrid, y no pocos articulistas entonaron un sonoro “yo sí te creo, hermano” y salieron en su defensa como si lo que estuviera en cuestión no fuera la conducta del tenor, sino el honor patrio. En muchos pronunciamientos se añadía alguna consideración acerca de lo mucho que el tenor ha hecho por la ópera y por España, como si fuera eximente. Pero la investigación abierta por el sindicato norteamericano de artistas de ópera ha verificado las denuncias. En un intento de controlar los daños, el tenor ha pedido perdón y ha dejado al descubierto a quienes, entre creer a las víctimas o creer al acosador, optaron por lo segundo.

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