Islas humildes, sin dulce ni huevos
La extrema austeridad en la Mallorca, Ibiza y Formentera primitivistas, del interior, provocada por la falta de medios, se plasmaba en el hogar, en el consumo y los placeres
Las islas del ayer ya no son profundas, austeras y humildes, rurales y en calma tópica con el peso de muchas penurias y yugos existenciales. La mayoría de gente que las habitaba subsistía entre carencias rotundas de exquisiteces sensoriales y alimentarias hoy comunes. Entre las referencias de ausencia de placeres y alimentos que parecen obvios los testimonios citan el dulce —su sabor—, los huevos, la carne, el aceite de oliva y el pescado fresco.
Aquella humildad extrema, en la Mallorca, Ibiza y Formentera primitivistas, del interior, fue documentada profusamente en fotos, sin querer. Los retratos en pose, coral o de estudio, de la primera mitad del siglo XX, muestran imágenes de personal popular, rústico, hombres descalzos, mujeres tapadas y los rostros de ancianos quemados por el sol, tez mulata. Alguna cara curtida, con muchas arrugas y ojos pequeños rasados, en algún caso remite a otras gentes lejanas, a otros humanos de los pueblos nativos americanos del norte.
Tras la imagen folclórica, vetusta pero que no es caricatura, está el ciudadano, el payés, pobre y digno, subalterno, forzado a la dura rutina y miseria de jornalero, con un bolsillo nutrido según los esfuerzos de sol a sol en las cosechas, por generaciones y siglos. El muy difícil acceso de los labradores a la propiedad de la tierra quedó en un manifiesto eterno, está dibujado en el mapa de crucigrama de paredes, el catastro minifundista de muchas zonas agrícolas de Mallorca e Ibiza.
La despensa y la mesa escasas, monótonas y aburridas, de subsistencia, se nutrían de más recursos gracias a la micro economía del intercambio, un negocio desigual, el comercio sin monedas: productos naturales por materias caras, de lejanía o procesados.
A esta falta de comodidades, rentas, capital y patrimonio, se agregaban las servidumbres y reverencias hacia los amos y señores de aquellas tierras que los payeses hacían productivas, acarreando piedras, rotando cultivos. Aquel mismo mundo rural, de terrenos fragmentados o grandes posesiones, en 2020 vuelve a su pasado más remoto, a los orígenes, antes de aquella conquista y labranza del paisaje.
Hasta anteayer, a principios del siglo pasado, gente que nació alrededor de 1900, un hito con fuentes escritas determinadas, habitó un mundo preindustrial, sin luz y sin muchas comodidades y placeres que se tienen por comunes. Era el pasado lejano que llegó a las puertas de la modernidad. Estos penúltimos isleños del mundo de ayer dieron vida a los ámbitos en los que se derrumba en parte la imagen clásica de las islas, creada, asentada, repartida desde la Edad Media, 800 años atrás.
La extrema austeridad general e histórica provocada por la falta de medios, se plasmaba en el hogar, el consumo, el sistema de trabajo y los transporte. Era la ausencia de novedades de la modernidad, electricidad, nevera, gas, teléfono, televisión, coches, trenes y transporte público, la fuerza motriz mecánica. El personal no urbano siguió hasta el siglo XX al pie de la historia medieval, en la economía de resistencia. Sostenible con lo posible.
Un escritor y religioso de Mallorca Rafel Ginard (Sant Joan 1899-Artà 1976), hijo de un payés que y trabajaba el campo como en 1300: con arada de madera de los romanos, narró a los treinta años como era la austeridad inevitable en De com era infant. “No fui criado con exquisiteces”, dice. Ignoró el sabor y la existencia de los dulces hasta que entró en el seminario a los 13 años que fue cuando probó los huevos, porque todos los que recogían en su casa, todos, se reservaban para la venta.
Ginard niño desconocía el pan con aceite que creemos tan común. Y las patatas fritas no sabía que eran, dice. El aceite era caro y de compra. La carne para los enfermos. Y el menú era de legumbres de su cosecha: garbanzos, judías, habas, lentejas. Acaso fideos y los domingos, arroz. Los payeses de la isla profunda comían en el mismo plato y usaban el mismo vaso. Las ensaladas y los fritos se tomaban con los dedos.
La casa de Ginard, un gran recopilador de glosas y canciones populares, era un matriarcado mallorquín: en su casa nunca el padre comenzó una sobrasada o un camallot, piezas tesoro de una despensa doméstica de todas las épocas.
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