Leyenda negra en la Islandia blanca
BCNegra se asoma a una doble desaparición aún sin resolver 46 años después desde el ‘true crime’ ‘Sombras de Reikiavik’, de Anthony Adeane
Está la leyenda del monstruo del lago de Lagarfljot nacido de la niña que tiró su anillo de oro encercando un gusano y la de la aurora boreal surgida de los chispazos de la cola de un zorro ártico contra la nieve y, también ya, la de Gudmundur y Geirfinnur, o cómo “seis personas dicen la misma mentida confesando un crimen que no cometieron y que, seguramente, nunca sucedió”, constata el joven periodista de investigación británico Anthony Adeane, que tras tres años y medio de trabajo, plasmado en el libro de true crime Sombras de Reikiavik (RBA), aún no sabe qué paso hace 46 años con esos dos hombres desaparecidos en la un punto enigmática Islandia. Ni él ni todo un país que entonces tenía una tasa media que no alcanzaba el asesinato al año, una población reclusa de 150 personas y donde los crímenes de los que tenían noticia “eran sólo los de los libros de Enid Blyton”, como le confiesa una de las fuentes.
El 26 de enero de 1974, Guldmundur Einarsson, de 18 años, desaparece tras ser visto por última vez deambulando de noche por una carretera bajo una nevada descomunal: ni tras 12 batidas con cerca de 200 voluntarios le encuentran. Unos meses después, el 19 de noviembre, desaparece también Geirfinnur Einarsson (sin parentesco a pesar del apellido), casado, 32 años, obrero y con algún ligero trapicheo de contrabando de alcohol en su currículo, vinculado a pequeñas mafias del ocio nocturno, que algún diario asoció vagamente con algún político. El mochuelo del crimen lo cargarán seis jóvenes islandeses, bajo las brumosas pruebas de una pesadilla de la única chica del grupo, Erla, que una noche, mientras dormía, cree haber oído trajín y visto el transporte de un bulto humano por parte de su novio Saevar y sus amigos; la otra gran prueba, los recuerdos de un hombre… borracho.
“Fueron los chivos expiatorios de una sociedad asustada, que les pareció ver en ese grupo a discípulos directos de Charles Manson”, asegura Adeane (Londres, 1991) poco antes de su intervención en el festival BCNegra. Con encomiable rigor sociológico, recuerda que los jóvenes formaban parte de la primera generación tras la salida de Islandia del yugo danés, gente de vida hippie y experimentadora de las primeras pastillas anticonceptivas y el rock, bajo el influjo de una cultura norteamericana que había asentado sus bases militares en un territorio sin ejército; en resumen, algo que amenazaba su tradicional modelo de vida (vigilaban a las hijas para que no frecuentaran los aledaños de las bases ni a los soldados negros en particular) y su lengua (el 95% de la población era islandesa pura en los años 70). Y junto a todo ello, flotaba el estrés de la guerra del bacalao contra una Inglaterra que pescaba con descaro por sus aguas territoriales.
“Esa narrativa estaba ahí, no hablaría de chauvinismo, pero sí de miedo a la influencia extranjera: el país independiente había acabado entrando en el bolsillo de otra potencia; el caso es la aguja que revienta la burbuja de neurosis y miedos”, sostiene Adeane. A la policía y al sistema judicial islandés el caso le vine anchísimo, hasta el extremo de que recurren a sesiones de hipnosis y a videntes para esclarecer el caso y averiguar dónde están los cadáveres. “Los estamentos estaban convencidos de que los chicos eran culpables y todos los vigilantes de las celdas se ponen a interrogar y, a la vez, la línea entre la policía y el tribunal se difumina”.
Y luego asoma el tema que fascina al periodista: “Nadie se confesaría autor de un crimen que no ha cometido, pero ellos lo hacen”. Como se sabría a partir de la comisión de investigación que analizaría el proceso en 2011 (tras remover más de 10.000 documentos y en un contexto de cuestionamiento del poder tras la crisis financiera de los llamados “vikingos del capital-riesgo”), hubo más de una irregularidad: los detenidos estuvieron más de 600 días aislados, las dosis de tranquilizantes que se les suministraron eran mucho más altas de las normales y recibieron presiones para que reorientaran sus declaraciones según lo que les decían que habían dicho los otros detenidos; junto, acabó por borrar toda distancia entre realidad e invención. Luego, los investigadores, por ejemplo, se equivocaron al cronometrar distancias, dieron por buenos números de teléfono que no existían y sostuvieron que los acusados habían enterrado los cuerpos en una zona de lava seca si bien esas noches se alcanzaron hasta los 10 grados bajo cero, lo que hubiera requerido que los asesinos usaran un martillo automático que nunca se mencionó ni existió.
Hubo un maestro de ceremonias especial: un inspector traído de Alemania que, según Adeane, se dedicó a “decir que la policía islandesa no tenía medios modernos y a empujar para que los seis declararan lo mismo; se limitó a poner en orden las confesiones caóticas, les puso el lazo de que era un ajuste de cuentas entre contrabandistas y se largó; era un policía experto en temas políticos, no criminales”.
El resultado es que los seis fueron sentenciados a las hasta hace poco condenas más altas de la historia de Islandia, pero no había ni pruebas, ni cadáveres ni móviles para los crímenes ni conexiones entre los dos. A Adeane, por otro lado, le choca la milimétrica coherencia del discurso que mostraron siempre Erla y Saevar que, tras cumplir condena, reclamaron su inocencia. Y eso le hace dudar. “No sé qué pensar. ¿Mi teoría? Que Gudmundur debió caer por alguna falla en esa noche cerrada y que Geirfinnur se suicidó, quizá en el mar, donde llevaba a cabo el contrabando, pero no sé”. Tras reexaminar en 2017 los casos, el año pasado el tribunal de Islandia les declaró, oficialmente, inocentes. Giro argumental de una historia inconclusa ("46 años después, aún se arrestan personas y se las interrogan", dice el periodista) que ha dado incluso para un documental en Netflix, Out of thin air, para el que trabajó Adeane, quizá porque desde el punto de vista narrativo “es muy atractiva” y enlaza con la tradición de un pueblo donde las leyendas y sagas se escuchan en casa desde niño y donde uno de cada 10 islandeses acabará publicando un libro en su vida. Tan literario es todo que Gudmundur y Geirfinnur ya han aparecido en algún cómic y en alguna frase hecha cuando uno ha perdido una cosa hace tiempo.
Y todo pasa, claro, en esa Islandia blanca, como Suecia o Noruega o Dinamarca, cuyos escasos episodios negrocriminales tanto fascinan hoy en lo literario. ¿Por qué? “Islandia, como algún otro de esos países, da la sensación de lugar muy seguro y nos hechiza mucho más en esas sociedades blancas esos puntos oscuros, negros, subterráneos”. Que la tasa de criminalidad sea tan baja se debe a que “el vapor sale de otras maneras: el alcoholismo es enorme; los suicidios, también…”. Pero, ¿por qué no matan los islandeses, si deben tener los mismos motivos --pasión, celos, codicia, venganza…-- que el resto de mortales? “No lo sé”, admite Adeane tras casi dos minutos de silencio. Nadie dijo que todo ha de tener respuesta en esta vida.
Groenlandia, nuevo escenario criminal
En enero de 2017, una joven islandesa desapareció; en poco menos de una semana, se había encontrado su cuerpo y detenido al asesino, después de que las fuerzas especiales interceptaran espectacularmente a un pesquero groenlandés en alta mar: uno de los tripulantes era el criminal. Amén de la rápida resolución, en contraste con lo sucedido con Gudmundur y Geirfinnur, el caso implicaba a un groenlandés, representante de un territorio con unas inquietantes estadísticas: un tercio de las niñas han sufrido abusos sexuales antes de los 15 años en Groenlandia, dos de cada tres mujeres son víctimas de violencia, la tasa de asesinatos es 16 veces más alta que en Dinamarca y tiene el índice de suicidios más alta del mundo. No es de extrañar, pues, que la helada isla se haya convertido en nuevo escenario del arctic noir, como se vio ayer en BCNegra, con la presencia de Mads Peder Nordbo, autor de Los crímenes del ártico (Planeta), donde afloran niñas víctimas de abusos desaparecidas y sus progenitores despedazados, y de Christoffer Petersen, que con Siete tumbas, un invierno (RBA), hace hincapié en la corrupción política a partir del asesinato de la hija de la primera ministra. Un contraste brutal entre los vecinos árticos. "Aquí la clave es económica", opina el periodista Anthony Adeane: "la inseguridad económica, amén de los índices culturales, es un acicate delictivo; Islandia, desde la Segunda Guerra Mundial, ha ganado mucho dinero entre las bases norteamericanas, la industrialización de la pesca, el turismo y las altas finanzas bancarias". Y al hilo de éstas, recuerda: "Se criticó mucho la actuación policial y judicial ante el caso de Gudmundur y Geirfinnur, pero hay que recordar que los únicos que metieron en la cárcel a unos banqueros por la crisis que generaron en 2008 fueron los islandeses".
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