No había plan para la retirada
El bloque soberanista afronta dividido la elaboración de un programa viable para sustituir la política de máximos
Era bastante previsible que a un fracaso tan rotundo y estrepitoso como el cosechado por el independentismo catalán en octubre de 2017 le siguiera una etapa de confusión y caos. Esto es lo que se está representando tristemente estos últimos días en el palacio del Parque de la Ciutadella. La mayoría parlamentaria rota, el Gobierno dividido, un presidente de la Generalitat impolítico que no entiende cuál es la función del cargo que ostenta y sigue confundiéndola con la agitación y la gesticulación de un activista sin responsabilidad institucional. El principal grupo de la oposición gritando insultos como una grada de hooligans.
El bloque soberanista que permanece al frente del Gobierno catalán desde 2010 parece definitivamente agotado en términos políticos. Tal como están las cosas, sin embargo, no hay ni puede haber frente a él un bloque opositor alternativo. Los cuatro partidos opositores representan intereses y propuestas dispares y tan alejadas entre sí como del otro bloque y la expectativa es que una eventual entrada de Vox en la Cámara incremente esa heterogeneidad. Entonces, ¿para qué pueden servir unas nuevas elecciones? No está nada claro para ninguno de los actores.
Las expectativas demoscópicas no muestran una tendencia al declive electoral del independentismo paralelo a su desorientación política. Los fuertes componentes emocionales presentes en la crisis catalana tienden a mantener una relación de fuerzas que está como fosilizada. La mayoría electoral es muy ajustada, pero oscila poco en las sucesivas convocatorias. Los varios juicios en curso en Madrid y Barcelona contra los dirigentes soberanistas no dejan de hurgar en la herida de la sentimentalidad catalana, ofreciendo semana tras semana la imagen de la humillación permanente de unos líderes que, pese a todo, las urnas apoyan casi sin matices desde el 21 de diciembre de 2017. Los poderes centrales del Estado que se sintieron humillados el 1 de octubre de aquel año por la inesperada aparición de unas urnas que no esperaban, se están desquitando ahora en los escenarios del Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional. Pero si esto es lenitivo para el orgullo de unos es al mismo tiempo alimento para el victimismo de los otros. Nada que contribuya a cambiar de posición. Nada que facilite movimientos electorales.
Rectificar está resultando muy difícil. A todas las partes. De la misma forma que, pese a las proclamas pomposas y las hojas de ruta más o menos detalladas, los soberanistas actuaron desde 2012 sin plan alguno e improvisando respuestas a los sucesivos obstáculos con que tropezaban, ahora carecen también de planes para la retirada. No los tenían y les está costando mucho elaborarlos. Uno de los partidos protagonistas, Esquerra Republicana, ha iniciado una cura de adaptación a la realidad, pero de momento eso no ha bastado para salir del caos. Al revés, se ha convertido inicialmente en factor de división y parálisis para la coalición de gobierno en la Generalitat. Sus socios no les siguen, enarbolan vaporosos ideales y preconizan continuar en las mismas posiciones políticas que les llevaron al fracaso como si nada hubiera ocurrido.
Es dudoso que una nueva convocatoria electoral sirviera para la reconfiguración de los bloques y las alianzas. La incógnita principal radica en la inevitable remodelación del espacio político del centro derecha catalán tras la desaparición de CiU. Los dirigentes de Junts per Catalunya han desaprovechado la ocasión que les ofrecía la coyuntura parlamentaria española tras las recientes elecciones generales. Podían haberse convertido, ellos también, en acreedores de la deuda que el presidente Pedro Sánchez ha contraído con los partidos que apoyaron su investidura. Podrían ser, ellos también, como ERC y el PNV, parte de la nueva mayoría parlamentaria española. Eso les hubiera permitido reclamar alguna compensación, presentarse ante los segmentos centristas del electorado como una opción útil. Al desechar esta opción han dejado por lo menos parcialmente huérfano de representación un espacio político que antaño ocupaba CiU. El liderazgo que el expresidente Carles Puigdemont ejerce sobre estos sectores de opinión se basa en la actualidad más en factores sentimentales, en adhesiones por solidaridad, que en un programa y una oferta política concreta. El “Ho Tornarem a Fer” acuñado por estos sectores es un eslogan, no un programa. Pero programas políticos viables para sacar a Cataluña de la parálisis institucional y contrarrestar la pérdida de peso económico, los estragos sociales provocados por la crisis económica y las recetas neoliberales aplicadas por los gobiernos del PP es justamente lo que más necesita el país.
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