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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Europeísmo transaccional

Todavía es prematuro anticipar el modelo final que mueve a Boris Johnson, pero ya se ha especulado con la posibilidad de un enorme Singapur en los márgenes de la Unión Europea

Lluís Bassets
El primer ministro británico, Boris Johnson, en el Parlamento .
El primer ministro británico, Boris Johnson, en el Parlamento .

Sobre el Brexit ya no quedan dudas. Descartado un segundo referéndum, el divorcio se producirá el 31 de enero, fecha del tercer y último aplazamiento. A los cuatro años del referéndum, Reino Unido pasará a convertirse simplemente en un país vecino, al que le quedarán todavía unos meses para negociar el nuevo tipo de relación con la Unión Europea.

La incógnita que se abre es muy seria. No está predeterminada la horquilla de posibilidades. Como los divorciados que quieren seguir manteniendo una estrecha amistad, en los momentos de mayor optimismo ha surgido la idea de una relación especial y distinta. No han faltado los modelos, el de la integración en el mercado único a través del Espacio Económico Europeo como Noruega, la variación suiza de acuerdos bilaterales que actúan como un Espacio Económico Europeo a la carta o la canadiense del acuerdo comercial y financiero en el marco de la Organización Mundial de Comercio.

Nadie podrá abolir la historia de los 44 años de pertenencia a la UE, ni las aportaciones británicas a la construcción europea, entre las que brillan numerosas ideas y energías para la creación del Mercado Único. Tampoco cabe hacer abstracción de la pertenencia a un club defensivo tan importante como la Alianza Atlántica, a pesar de la ‘parálisis cerebral’ decretada desde París y de las desatenciones dispensadas desde Washington.

Pesarán otros modelos más ocultos o innombrables. Turquía es uno de ellos. Pertenece a la OTAN y es sobre el papel candidato a integrarse en el club, con el que mantiene una unión aduanera desde hace más de 20 años. Pero es inútil ocultar la tensión permanente que ha establecido con la UE, y especialmente con Alemania, gracias a su capacidad disruptiva en políticas de fronteras y de migración, y sus desavenencias en el seno de la OTAN, hasta el punto de iniciar una línea de compras de armamento ruso que señala su creciente acercamiento a Moscú y su alejamiento de Washington. Solo faltaba la deriva iliberal y autoritaria de Erdogan para rubricar un estatus tan especial como distanciado de Bruselas, sino directamente adversario.

Otro gran país vecino de difíciles relaciones es Rusia, donde siguen vivos los reflejos imperiales y autocráticos, aunque solo sea en forma de añoranza de la guerra fría y del dolor irreparable por la desaparición de la Unión Soviética, la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX al decir de Vladimir Putin. Las relaciones entre Bruselas y Moscú, tanto por el ramal atlántico como por el comunitario, es la cuenta pendiente del europeísmo, tal como ha señalado Macron, especialmente a falta de voluntad, capacidad e incluso vocación por parte de Estados Unidos. Moscú suministra energía e inseguridad, dos conceptos difíciles de digerir, pero nada se podrá hacer en Europa en el futuro sin contar con los rusos, al final de las cuentas europeos bien europeos aunque una buena parte estén asentados en territorio asiático.

Hay muchos indicios británicos que señalan el camino divergente tomado por rusos y turcos. Boris Johnson y su decidida apuesta por un Brexit duro es el mayor de todos, confirmado por la brevedad del plazo adoptado para la negociación. Si el 31 de enero es el día de salida, el 30 de junio es la fecha límite para pedir esa nueva prórroga de la fecha definitiva del 31 de diciembre de 2020 que Westminster acaba de prohibirse a sí mismo. En un sistema parlamentario puro como el británico siempre cabe una corrección parlamentaria del error cometido por el parlamento. Pero si hay plazos son para algo, y en este caso no son tan solo para que se cumplan sino sobre todo para echar presión a Bruselas en una negociación reducida en los hechos a cuatro meses.

Con el antecedente de otros acuerdos comerciales, todos negociados durante años y no meses, a medida que se acerque la fecha del 31 de diciembre de 2020 sin resultados, volverá a sobrevolar la sombra de un Brexit sin acuerdo alguno. Cabe la posibilidad de que se busque un acuerdo gradual, con un principio muy ligero y abierto, especialmente necesario para resolver la dificultad de la preservación de la invisible frontera sin obstáculos ni controles entre el Ulster y la República de Irlanda.

Todavía es prematuro anticipar el modelo final que mueve a Boris Johnson, pero ya se ha especulado con la posibilidad de un enorme Singapur en los márgenes de la Unión Europea, dispuesto a practicar el dumping social, laboral y fiscal, a servir de paraíso financiero y a limitarse a encajar sus intereses defensivos con los de los europeos a través de la OTAN. Sería el caso inverso de Rusia, que es un adversario geopolítico y aspira a convertirse en socio geoeconómico. La idea transaccional de la diplomacia internacional que Boris Johnson comparte con Trump sería muy acorde con una novedosa relación como socio y a la vez adversario de Bruselas.

No son ideas exóticas ni su sintonía es únicamente trumpista. El europeísmo transaccional, es decir, adaptado a las circunstancias y a conveniencia, es una idea más extendida de lo que parece. Tiene predicamento en Europa central, donde solo cuenta la contabilidad de los beneficios económicos obtenidos con la adhesión. Lo tiene también en Francia e Italia. Y últimamente lo tiene también en España, donde dos nacionalismos de signo contrario despliegan las banderas europeístas si las decisiones de las instituciones, y especialmente de los tribunales, les son favorables. El europeísmo transaccional, una forma oculta de antieuropeísmo, puede valer quizás para quien se separa, pero practicado por quienes se quedan conduce a la destrucción de Europa, incluidas las buenas transacciones oportunistas que buscan quienes lo practican.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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