El último guiño de Fernando Zueras
Vivía solo para la portada, para dar con el mejor reportaje, para entrar en casa de los jugadores del Barça
"¡Abre el micro!”, ruega Gema Herrero, consciente de que el auditorio se siente inquieto por el farfullar del maestro de ceremonias en el Tanatorio de Les Corts.
“¡Haré lo que me salga de los cojones!”, responde en un tono perfectamente audible Santi Giménez en presencia del féretro de Fernando Zueras.
Aunque el funeral es laico y en el recordatorio ya se advierte de que quien descansa en paz firma la leyenda “todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda”, letra y música de Pata Negra, la ceremonia empieza con un diálogo de barra de bar, propio de una admirable pareja, y acaba de forma cristiana con la carta de Santa Mónica a su hijo San Agustín que lee impasible una guerrera que hoy oficia de mística como es Marta Pons.
Así de extremista era la vida de Fernando, Nandín, Ferran, Nene, Perla o Perlita, o El Fugitivo, el apodo con el que se quedó Fernando Zueras desde su visita a Vilabella, un fotógrafo tan querido que cada uno le llamaba a su manera para sentir que era suyo y, sin embargo, todos sabían a quién se refería, inconfundible con y sin cámara porque su sonora carcajada y voz de cazalla permitían que los periodistas se familiarizaran con las viejas redacciones ya chapadas, donde el alcohol y el tabaco se mezclaban con la tinta del diario que después se vendía delante de la Font de Canaletas.
Zueras era hijo de un quiosquero de La Rambla más preocupado por el futuro de su familia que por la venta de periódicos, un negocio rentable en tiempos en que se pergeñaba el Sport, un fenómeno mediático que desde la modernidad convirtió la prensa deportiva en prensa de club después de dedicar sus páginas al fenómeno Barça. Alrededor del Sport (3 de noviembre de 1979) se han escrito muchas historias por la manera que fue concebido en la implantación del nuñismo, por su éxito comercial y por su estilo periodístico, próximo a veces al de la prensa populista, mirado con cierto desdén desde las secciones de deportes de los diarios generalistas, espantados por columnas desconcertantes como aquella llamada La ira del Ayatolah.
El autor se supone que era Antonio Hernáez, un periodista que pagaba a los aprendices con un fajo de billetes sacados del bolsillo mientras meaba, siempre que antes hubieran acudido al Camp Nou, “porque al campo hay que ir incluso cuando no hay entrenamiento por si habla el perro”, como recuerda Luís Martín. Lu y Zueras podían muy bien haber sido carne de cañón cuando medió Hernáez. La calle era entonces suya y el periodismo se ejercía a pie de campo y no en las aulas de la Autónoma.
Aquellos dos rebeldes formaron parte de una generación única porque se alejó de cualquier pompa y boato, también de los mitos, para disfrutar del maestrazgo de una figura seria y severa como la de Miguel Rico. Vivían solo para la portada, para dar con el mejor reportaje, para entrar en casa de los jugadores, regalados al FC Barcelona, como diría el maestro Alex J. Botines.
Al Sport le interesaba convertir a los futbolistas y al Barça en familia de sus lectores, meta que exigía una buena intermediación —Josep Maria Minguella—, unas excelentes relaciones públicas e institucionales —Josep Maria Casanovas era un seguro—, periodistas de los de siempre —pongamos Hernáez y José Luis Carazo—, y un equipo de reporteros al mando de Rico dispuestos a recorrer el mundo con el Barcelona.
Nadie más próximo a los jugadores que Zueras y Lu. Hablaban su mismo idioma y siempre fueron tan cómplices que hasta convencieron a Cruyff para que se subiera en un tractor en plena pretemporada porque “estamos en época de siembra de títulos”, palabra de un fotógrafo capaz también de presentarse en el Hotel Calderón con un caballo para que se montara Ramón Mendoza. El presidente del Madrid se negó y el corcel se puso tan nervioso que saltó sobre el Mercedes del cónsul de Marruecos que transitaba por Consejo de Ciento. Adiós foto, adiós caballo, adiós Mendoza.
Aquel Sport llegó a ser el rey del mambo en el Mundial EEUU-1994. Los internacionales mezclaban con los periodistas en una carpa montada por el añorado mecenas José Luis González. La vida del Dream Team está escrita y retratada en un diario tan revolucionario, único en el arte del atrezo, que los más clásicos le llamaban el TBO.
Las aventuras de Lu y Zueras cobraron estilo con la llegada de Santi Giménez. No había periodista que no se quisiera juntar con aquel trío creativo e imaginativo en la faena y divertido y generoso en el ocio, sobre todo cuando se trataba de viajar por Europa. Hasta 24 enviados especiales se llegaron a juntar en una mesa de Milán montada por Fernando. Zueras se ganaba a los jugadores, a los entrenadores, a la gente porque vivía y compartía la vida y nunca miraba el DNI ni las credenciales de los demás —la relación más pura posible— rápido en el tiro de la foto, interesado en la tecnología, rebelde cuando le cambiaban su foto por una de agencia sin motivo aparente como pasó con la de Messi en el mítico 6-1 al PSG. Ningún jefe se atrevería a poner una crónica de agencia en lugar de la del enviado especial del diario; no pasa lo mismo con los fotógrafos, seguramente el sector más maleado en la prensa deportiva, huérfana de Zueras.
Allí estaban todos en el tanatorio, los fotógrafos de antes, los de ahora y los que vienen, todos pendientes de que Santi Giménez atendiera a Gema Herrero para poder despedir con un altavoz a Fernando Zueras, el hombre de Maite, el padre de Judit y el amigo de Lu.
Ya no quedan compañeros fotógrafos que guiñen el ojo como Zueras ni el Sport de hoy es el Sport de 1979. El propio Fernando estaba ahora en el As con Santi, Rico trabaja en Mundo Deportivo, Lu va y viene de Manchester y no se sabe gran cosa de Tom. Uno a uno, por separado, son unos fenómenos; juntos eran la monda porque nunca pensaron en trascender sino en divertir y en empatía nadie ganaba a Zueras.
“Tu que me enseñaste a vivir, ahora no sé vivir sin ti”, cerró Luis Martín en Les Corts. Quizá porque solo sabía vivir, las últimas palabras de Fernando fueron: “Dadme algo para morir”.
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