Una transición oculta
Es más fácil entretenerse en una campaña electoral que plantearse cuestiones de calado. Y, sin embargo, cuando llegue la sentencia, habrá que dar una salida a la crisis catalana, después de dos años perdidos
Sin que se tenga conciencia de ello, desde 2014, el régimen político está en transición. La eterna inseguridad de las instituciones españolas —más vale un sistema de poder conocido que otro que fuera mejor—, el miedo a perder posición, ha convertido en tabú cualquier iniciativa de cambio estructural del régimen. Confundiendo cualquier propuesta de reforma con una enmienda a la transición. Simplemente han pasado 40 años, el mundo ha cambiado enormemente y el país también, la jerarquización de los problemas no es la misma y el modo de enfrentarlos tampoco. Y las leyes que nos rigen son fruto de una época muy lejana.
Haber consolidado un régimen democrático en un país que había fracasado en sus anteriores intentos justifica la transición. Pero el éxito de cualquier empresa colectiva es la capacidad de mutación y adaptación. Ahora conocemos sobradamente las cosas que se hicieron mal y la necesidad de mejorar lo que se tiene. Pero las clases dirigentes no quieren aceptarlo. Y en vez de liderar una nueva transición, se encuentran en que el proceso de cambio se ha puesto en marcha por la propia dinámica de la sociedad, con manifestaciones confusas e incluso contradictorias, sin que esté muy claro el camino a seguir ni las prioridades. Y la política se resiste a asumir el desafío.
Simplemente sabemos que la cosa no funciona, que siguen imponiéndose las voces que dicen que eso no se toca (y que la derecha aprovecha la coyuntura para llevarnos atrás, no adelante). Las cosas se mueven, pero la negación del problema por una parte, y la falta de proyecto mínimamente compartido se traducen en un fatal estancamiento. Hasta el punto que la frase que más veces he oído repetir estos días es: “Honestamente, a todo esto no le veo salida”. Y “todo esto” es el bloqueo político, el proceso catalán, la sensación de impotencia de la política, la desconexión con la ciudadanía, la multiplicación de discursos que vuelan por encima de la realidad, el recurso impune a las falsas verdades que tanto hemos denunciando cuando han salido de la boca de Trump.
No quiero insistir en algo que ya he escrito otras veces. El año 2014 estuvo cargado de señales de agotamiento del régimen: la irrupción de Podemos en las elecciones europeas, la consulta del 9-N catalán, la abdicación de Juan Carlos I, la muerte de Suárez, el fundador, y la retirada de un personaje genuino de este régimen, Alfredo Pérez Rubalcaba, más el inacabable carrusel de la corrupción que haría parada y fonda judicial en 2018, eran signos suficientes para entender que era necesario cambiar las cosas. En vez de asumirlo se buscaron eufemismos con los que neutralizarlo. El principal de ellos, la palabra populismo con la que se pretendía fijar la barrera entre los partidos con carnet para gobernar y los partidos a los que se les negaba. En vez de reconocer el desgaste del bipartidismo y los efectos de tantos años de cultivo de la indiferencia se descalifica a los impertinentes que pretenden abrir el campo de juego. Y no se ha hecho nada, aparte de apelar al imperio de la ley cuando las cosas se complican.
Cuatro elecciones en cuatro años no han permitido un gobierno estable para afrontar el horizonte de cambio. Se vive en una interinidad que permite a otros poderes del Estado hacerse más fuertes en perjuicio de la política. Nadie asume el cambio. Hasta el punto que la fantasía de los dos antes llamados grandes partidos, PP y PSOE, sigue siendo volver a las aguas estancas del bipartidismo que rebosaban de suciedad.
Es más fácil entretenerse en una campaña electoral que plantearse cuestiones de calado. Y, sin embargo, cuando llegue la sentencia, habrá que dar una salida a la crisis catalana, después de dos años perdidos. Y esta pasa por reconocer, que independientemente de cuál sea la resolución de los jueces, y sin necesidad de cuestionarla, hay que encontrar la manera de que los dirigentes políticos estén en la calle lo más pronto posible. Es necesario para regresar a la política. El descrédito de los partidos viene de dos cosas: de su incapacidad para dar un marco de referencia que dé confianza a la ciudadanía y de su impotencia frente a otros poderes. Y mientras esto sea así, seguiremos en esta transición confusa, que nadie gobierna pero que no cesa, simplemente, porque las cosas no funcionan. Hay que sacar a la luz la transición oculta. Y gobernarla.
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