Todos mis aviones
Hay algo que me encanta de los aeropuertos grandes, como el de Madrid


Por trabajo, paso largos ratos en los aeropuertos. El avión no es mi modo de transporte favorito. Me estresan la cantidad de horas previas, los controles rutinarios de equipaje, el justificante médico siempre a punto para documentar la insulina o la mano a la espalda constantemente para comprobar, con alivio, que el pasaporte sigue ahí, como si en los aeropuertos existieran personas más preocupadas por el pasaporte ajeno que por el propio. Un rato después, una cruza los controles, respira con tranquilidad y se adentra en los largos pero estrechos pasillos cuando hay prisa y toca correr.
Sea como sea, hay algo que me encanta de los aeropuertos grandes, como el de Madrid. En los pequeños me da la sensación de que no ocurre nada, que los vuelos no llegan a sitios diferentes. Sin embargo, en las terminales del Adolfo Suárez suceden tantas cosas que es imposible imaginarlas todas. Cuando los controles terminan y llega el momento de sentarse a esperar durante una hora larga al despegue, entonces una tiene tiempo de observar a quienes tiene alrededor.
Hay varios tipos de viajeros. Por una parte están los solitarios, personas acostumbradas al tránsito aéreo, trabajadores de alguna empresa con sede en otro país que deben coger vuelos con cierta regularidad. Van elegantes, sus maletas son pequeñas y oscuras, a veces se quedan en business y suelen ser los primeros en salir. Los puedes situar en aviones, en trenes o en taxis: sus semblantes son los mismos, ajenos. Por otra parte, están las familias, parejas con niños que son pequeños pero tienen los suficientes años como para recordar su primer o segundo viaje en avión, lo que les llena de nervios y ruido. Uno les mira con admiración y compasión. Es probable que un niño sea lo único que está por encima del pasaporte cuando se trata del miedo a perder cosas.
También existe otro: el que es joven y va en grupo con destino a algún paraíso o quizá de excursión o voluntariado. Los nervios son los mismos que los de un niño, pero al mirarlos con atención puedes darte cuenta de que hay algo ahí: un atisbo de madurez, una señal de que ese salto en el aire va a traer a alguien muy distinto de vuelta. Mi favorito es el viajero que vuelve a casa: esa emoción es única, envidiable y a la vez tristísima.
Luego hay soñadores, pasajeros melancólicos que inundan las estaciones, esos a los que les gusta mirar el despegue y el aterrizaje de aviones a los que nunca subirán porque la vida también es eso: viajes de otros, destinos inalcanzables, horas de espera en las que uno no pertenece a ningún lugar y se dedica a observar la vida de los otros porque esa es a veces la solución a todo lo que uno no comprende. Si alguna vez me ven mirando por la ventana en una terminal, observen. Puede que en ese instante encuentren la respuesta que buscaban.
Madrid me mata
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