Vintageando
Aquí, en Malasaña, comenzó la metamorfosis. Fue un big bang
El Tribunal de Cuentas tiene un adverso y un reverso. El Fort Apache de la pureza de los dineros públicos, con sus coches oscuros, consejeros conectados con los que mandan (sean quienes sean), conserjes con galones, viejos carritos de supermercado para trasladar espesos legajos y una sala de vistas de pequeño formato (en la que se condenó al hoy tan moda Jesús Gil y sus herederos a devolver más de 100 millones por el expolio de Marbella), se abre poderoso y hermético a la impostada fachada churrigueresca del Hospicio de Madrid, que debía provocar pesadillas en la Edad de Oro a los huérfanos de la capital. La trastienda del Tribunal es menos solemne: colinda con la orilla Este de Malasaña. El lugar donde las cosas se comenzaron a mover a finales de los setenta.
Un paseo por ese territorio permite toparse con los templos de la moda de finales del XX bajo el epígrafe Vintage. En su interior huele a jabón, polvo y difusamente a una humanidad que ya ha desaparecido, como esas estrellas que reventaron y de las que aún nos llega la luz. Un aroma que despiden miles de prendas que remiten a la ruta del bacalao, el No-Do, el Torete, Verano Azul, la new wave o las rebajas de Galerías Preciados, sin las que hoy, todo el que sea algo (o pretenda) en hipsteridad, neopijismo, la indignación de salón o la imitación del extendido culto a Rosalía, no es nada. El nuevo dandismo exige ropa vieja, rara, desparejada, provocativa, sobada, viejuna, única. Tres rayas, cocodrilos y gabardinas con forro de cuadros de otros tiempos. Los y las influecer madrileños (y adoptados) ya no quieren estrenar; quieren heredar, aunque sea a costa de la visa. Será para abonar los derechos sucesorios.
El fenómeno es relativamente nuevo. Madrid era una ciudad endomingada. Con cierto aire de nuevo rico. Donde enseguida había que ponerse chaqueta, twin set y olvidar la boina para no ser tachado de paleto, como recordaba Adolfo Suárez, relatando las peripecias de cuando llegó desde Ávila a Madrid, y se ganaba la vida acarreando maletas en Atocha. En un país sin apenas artes decorativas, su capital nunca tuvo estilo indumentario. Sus habitantes no eran capaces de llevar el jersey al hombro con la maestría de los vascos, vestir de riguroso Prada (o más bien Toni Miró) como los catalanes, o hacerse trajes a medida ceñidos como una taleguilla, al mejor estilo jerezano. Madrid era rancio y funcionarial. Más gris que negro. Con muchos uniformes (hasta el conserje del Palace). Más de batita que de minifalda.
Aquí, en Malasaña, comenzó la metamorfosis. Fue un big bang. Primero, la progresía post hippy; después, las recién nacidas tribus urbanas, con sus garitos de estricta observancia mod o rocker; punk o de colegio mayor. La reinvención de Chueca también acabó con muchos miedos. Y el erasmus y el turismo pusieron de su parte. Sin embargo, lo que realmente cambió la faz de la ciudad fue la libertad.
Mientras el Tribunal de cuentas vomita censores y contadores vestidos de terno gris en dirección al vermú en la Ardosa, en la oscuridad de un vecino colmado de esa moda sin fecha de caducidad, un grupo de jóvenes brinca ante un Levi's hasta la cintura, unas Converse hechas girones y un vestido de florecitas de viuda. Conviven en el mismo espacio. Se ignoran.
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