¡Niña… no te comas el barro!
Las chicas bien de hace tres siglos comían barro para ir a la moda, mantener una tez blanquecina y gustar al mozo elegido
Andan los divulgadores en nutrición desgañitándose para que abandonemos las grasas, las harinas, los aceites refinados y los azucares añadidos. Hace tres siglos les habría explotado la cabeza tratando de convencer a las jovencitas pijas del Madrid barroco que dejaran de pegarle “bocaos” a los jarrones. Las niñas bien comían barro para ir a la moda, mantener una tez blanquecina y gustar al mozo elegido. No se entiende cómo la raza humana ha llegado hasta aquí.
La tendencia de comer arcilla y masticar pequeños trozos de búcaros estaba tan extendida entre las jóvenes nobles, que muchos autores lo mencionaban en sus textos como la cosa más normal del mundo (“Niña del color quebrado, / o tienes amor, o comes barro”). Hasta el propio Velázquez plasmó esa moda en las Meninas con un pequeño detalle que se nos escapa a la inmensa mayoría de los observadores si alguien no nos lo advierte: la infanta Margarita, la rubita paliducha que mira de frente al espectador desde el centro de la pintura, está recibiendo de manos de la menina María Agustina Sarmiento una vasija pequeñita de barro de color rojo sobre una bandeja. Con los ojos del siglo XXI cabría imaginar que ese mínimo búcaro contiene agua o un chupito de aguardiante, por ejemplo. Pues no. Qué sentido tendría ofrecerle a toda una infanta una birria de vasija, tosca, hecha de burda y porosa arcilla, para que beba directamente de ella… a morro.
Los estudiosos del Siglo de Oro tienen la explicación a esta desconcertante escena: Diego Velázquez estaba reflejando la moda del momento, y pintó a la infanta Margarita recibiendo ese bucarito para hacerlo añicos y zampárselos como si fueran kikos. Ya lo dijo Ortega y Gasset refiriéndose a Las Meninas: “El cuadro de Velázquez es un jeroglífico frente al que vivimos perpetuamente en la faena de su interpretación”.
Dada la edad de la infanta Margarita en el momento de ser retratada, apenas cinco años, está claro que la niña no andaba comiendo barro por coquetería, sino por la anemia ferropénica que diagnosticaron los médicos. Se supone que la ingesta de barro proporcionaría los minerales que faltaban. Las jovencitas de más edad, sin embargo, se zampaban los jarroncillos por prescripción propia visto que proporcionaba una tez elegantemente blanquecina. La historiadora del arte Natacha Seseña bautizó esta dañina dieta como bucarofagia. Consistía en masticar los trocitos de barro para provocarse una opilación. De ahí que llamaran “las opiladas” a estas víctimas de la moda, enfermitas todas porque a base de tanta ingesta de arcilla acababan con el hígado hecho polvo, con las vías excretoras obstruidas, anémicas perdidas, sin la menstruación y, lo más importante, pálidas, muy pálidas. Y daba igual que los chef-alfareros hicieran más agradable la ingesta de los jarroncillos mezclando especias, saborizantes y perfumes con la arcilla; aquello ponía a las jovencitas el cuerpo del revés. Monísimas, sí; pero también estreñidas, con malestar general y la dentadura hecha polvo.
Creían entonces que el único tratamiento posible contra la opilación, además del más evidente y que no era otro que dejar de tragar barro, era beber las aguas ferruginosas que manaban de algunas de las fuentes conocidas como las de la Salud y que salpicaban las tapias exteriores de la Casa de Campo y la ribera del Manzanares (“De la Fuente del Acero / ve, niña, a tomar el agua, / que los males que te aquejan / el acero los acaba”).
El más famoso de aquellos manantiales medicinales era la Fuente del Acero, a la que cantaron autores como Cervantes, Lope y Calderón porque facilitaba más citas amorosas que el Tinder. Difícil situar ahora exactamente dónde se encontraba esa fuente, porque la fisonomía de la zona ha cambiado mucho, pero se alimentaba del Arroyo de Meaques, que atravesaba el Real Sitio de la Casa de Campo y desemboca (actualmente soterrado) en el Manzanares, cerca del Puente del Rey. Ahora que la Casa de Campo es de libre acceso desde que pasó a propiedad municipal durante la Segunda República, se puede ver cómo el arroyo discurre bajo el famoso Puente de la Culebra antes de que oculte su curso hasta la desembocadura.
El que más jugo sacó a la fuente favorita de las opiladas fue Lope de Vega, principal escenario de su obra “El acero de Madrid”. Podría parecer una comedia de capa y espada porque estaba a la orden del día eso de “cruzar aceros” por cualquier bronca, pero no. La farsa de Lope es un puro enredo de personajes, engaños amorosos y líos de faldas, facilitados por el entorno de la Fuente del Acero, de donde manaban las aguas aceradas o ferruginosas que supuestamente ayudaban a paliar la debilidad y la anemia que provocaba la bucarofagia.
Sin embargo, Belisa, la protagonista de la comedia de Lope, no acudía a la ribera del Manzanares a beber de la Fuente del Acero porque fuera una de aquellas jovencitas opiladas. Solo se hacía la enfermita para poder salir de casa, beber de aquel manantial saludable y luego darse el largo paseo que prescribían los médicos para que hicieran efecto las aguas y destaponaran las vías excretoras que habían obstruido ellas mismas de tanto arrearle “bocaos” a los búcaros.
Belisa acudía a la Fuente del Acero del Manzanares para encontrarse con Lisardo, su amante. Y de tanto encontronazo disfrutaron, que la falsa opilada, lejos de deshincharse por los efectos de las aguas ferruginosas, cada mes que pasaba se inflaba más por las consecuencias del amor.
El Fénix de los Ingenios jugó tan bien con las palabras y los dobles sentido, que aquello de ir a “tomar el acero” ya no se entendía solo como tratamiento terapéutico contra la opilación. También acudían a disfrutar de la dureza enhiesta de los amantes de extranjis.
“Cuánta niña sin colores / color fue a buscar allí / y teñida de vergüenza / volvió a la villa a subir”.
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