El triángulo del poder
Franco firmó antes de su muerte el decreto fundacional de lo que sería el Madrid del poder cuando él no estuviera
Era un poblachón manchego. En mitad de ninguna parte. Un día se convirtió en el centro del poder. Era 1561. Pronto tuvo su propio palacio, casi un pueblecito en el corazón de aquel poblachón. Con miles de familias sirviendo al rey/emperador. Un microcosmos de vasallos que habitaban la mísera última planta del alcázar con techos inclinados y pasillos angostos. Desde allí se gobernaba, primero el mundo y luego, hasta 1931, apenas la nación. Rodeado por los inmensos dominios bucólicos de la Corona. Desde la plaza de Oriente hasta los pueblos del hoy próspero y pepero oeste de Madrid.
Hoy, ese territorio es más que nunca la sede del poder. La habitan el rey y el presidente. Con armas y bagajes; ciervos y alcornoques. Jugadores de polo, antenas guardias civiles y espías. Y un relamido sello arquitectónico historicista. Presunto heredero del herreriano escurialense. Y perpetrado por tres arquitectos que reinventaron Madrid por y para Francisco Franco: Gutiérrez Soto, José Aspiroz y Diego Méndez.
Ha habido otros centros de poder en la capital pero siempre de segunda división. El de la Iglesia, en el eje que lleva de la Catedral, promovida por el Opus, hasta el palacio Episcopal, en la calle San Justo, remozado por Rouco y humanizado por Osoro, que bajó la presión de la tenaza de su antecesor a la izquierda gobernante fuera de Felipe o de Zapatero. Estaba también el centro de poder de las finanzas, con su buque insignia, el viejo Banesto, en la plaza de Canalejas. Allí se reunían los “siete grandes” a almorzar mientras cataban riojas acorchados. Le llamaban con pompa “el Wall Street madrileño”. Dentro de nada será un hotel y centro comercial. De allí saltó a Azca, con la Torre del BBVA de Sáenz de Oiza como faro, pero nunca fue lo mismo. El poder de la diplomacia estaba en las escaleras de granito del palacio de Santa Cruz. El de los militares y los marinos de guerra, a ambos lados de Cibeles. Madrid contaba incluso con un centro del poder futbolístico, el Bernabeu, en cuyo palco se abrían negocios y cerraban contratos mientras se mordisqueaban sushi y croquetas.
Pero el poder de verdad continúa en el Oeste. El dictador lo decidió así en 1941. El Pardo, el viejo dominio de caza de Austrias y Borbones, con sus miles de hectáreas de ciervos, gorrinos y bosque Mediterráneo, surcado por el Manzanares, amado con locura por Manuel Azaña y cerrado herméticamente a los madrileños (incluso hoy), se convertiría en su corte autoritaria. Le hicieron una piscina, una cancha de tenis y unos hoyos de golf. Salía poco. Allí firmaba las penas de muerte. Y fue muy feliz durante 35 años.
Franco firmó antes de su muerte el decreto fundacional de lo que sería el Madrid del poder cuando él no estuviera. Y se inventó dos palacios. El nuevo Rey habitaría el de la Zarzuela, en el mismo monte del Pardo. Se había convertido en su inquilino en 1962. Incluso se lo decoró su señora. Y en 1977, Adolfo Suárez trasladaba la Presidencia desde Castellana 3 al de la Moncloa, restaurado a finales de los 50 para albergar huéspedes ilustres, desde Eisenhower a Sadam Hussein. Allí instaló Suárez su casa, su gabinete (en un antiguo laboratorio del ministerio de Agricultura) y su aparato de decidir. A finales de los 80 Felipe González le añadió empaque, tronío y un búnker nuclear. Y autorizó a que los espías del entonces Cesid y hoy CNI se afincaran a su vera. A mitad de camino de la Moncloa y la Zarzuela. Todo muy estratégico. Allí continúan.
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