De viaje por el Misisipí con la oreja puesta
Miquel Jurado publica ‘El río de la música’, el trayecto de un melómano apasionado de Memphis a Nueva Orleans
Aquel domingo de calor terrible en Nueva Orleans, Luisiana —a la entrada de la Saint Augustine Catholic Church te proporcionaban abanicos de cartón con el lema Gospel is alive, publicidad de una empresa de pompas fúnebres—, un extraño personaje se coló en la second line de una animada procesión callejera con sonoras brass bands, parte de la conmemoración del nacimiento de Louis Armstrong. La comitiva, arrancando en la misma puerta de la iglesia al son de When the Saint’s go marchin’in, como es canónico, recorrió el barrio de Tremé por Rampart y Esplanade cantando y bailando y tiñendo las calles de color y música. El individuo que se había infiltrado en la fiesta, blanco, no muy alto, con barba y residente en Vilassar de Mar para más señas, y que vibraba de lo lindo tras zamparse unas andouille, salchicha cajún con judías rojas y arroz, era el crítico musical Miquel Jurado, colaborador habitual de este diario y reconvertido en escritor de viajes.
Jurado (Barcelona, 1951) acaba de publicar un libro que es una delicia y en el que explica vivencias como la citada: El río de la música, del jazz y el blues al rock, desde Memphis a Nueva Orleans (Redbook-Ma Non Tropo). En sus páginas, el autor mezcla la literatura de viajes con la música en la que es un experto consiguiendo una mezcla en verdad afortunadísima en la que el lector recorre el curso del Misisipí no solo con la vista sino con el oído, con la oreja puesta, vamos.
La prevención natural que podría tener un lector profano en temas musicales de viajar con una persona que lo sabe todo del jazz, del blues, del rock, del country y hasta del cajún y el zydeco, se desarbola completamente en cuanto ves desde el principio que Jurado te va a llevar en un trayecto en el que no solo va a compartir muy amena y didácticamente sus conocimientos y gustos, sino que te va a hablar de todo, incluso de gastronomía y de caimanes. Y de las dos cosas juntas: divertidísimo su paseo por los pantanos del Bayou en un hidrodeslizador, un hovercraft como los de Mi oso y yo (aunque la serie del plantígrado Ben transcurría en los Everglades) y un caimán se le monta de un salto en la cubierta de la frágil embarcación para zamparse un marshmallow, malvavisco, nube de goma, a la que al parecer esos reptiles son muy adictos.
En el B.B. King Blues Club de Memphis la lió al pedir cerveza sin alcohol
Jurado es un viajero de esos con los que uno se puede identificar muy bien: no sabe usar el GPS, se pierde a menudo, encuentra (cuando lo hace) muchos lugares que quiere visitar cerrados y cuando lo para en la carretera una estricta agente de policía afroamericana hace lo que haríamos todos, lo que sale en las películas: poner las manos sobre el volante y bajar la ventanilla. Es Miquel un viajero que ama el viaje, los lugares y la gente, que tiene buena mano para las anécdotas, una estimable pluma y sobre todo que se apasiona con lo que ve. Si juntamos a eso su enorme documentación y su extraordinario conocimiento de la música, el libro presenta todas las virtudes para hacerse inolvidable.
Un libro, eso sí, que invita a leerlo con banda sonora: es imposible resistirse a la tentación de correr a buscar las canciones de las que el autor va hablando, de poner sonido a todas esas leyendas y mitos de la música (el propio Jurado aporta una play-list de 21 horas en el libro). Porque El río de la música contiene todo el hálito maravilloso de esas orillas del Misisipí en las que nacieron las corrientes —valga la palabra— más importantes de la música contemporánea. Jurado introduce la metáfora de la comparación del río y la música desde el principio. “La música y el río se parecen, ninguno de los dos puede permanecer quieto, fluyen sin parar y absorben todo lo que encuentran a su paso”.
El objetivo principal confeso del autor, que resume en un viaje de 15 días, la experiencia de varios viajes por la región, es explorar las músicas que nacieron alrededor del bajo Misisipí y encontrar algunos de los lugares legendarios en que se gestaron. Y subraya: “Encontrar esos lugares, quedarse un rato en silencio y respirar su peculiar atmósfera ayuda a entender un poco más la música que allí se creó”.
Va a tope: el vestido dorado de Dolly Parton, ‘Graceland’, los ‘honky tonks’...
Jurado recalca que su libro no es un ensayo musical, ni tampoco una guía turística, aunque introduce suficientes elementos para usarlo también así. “Es solo un cuaderno de viaje, una crónica, cuya idea es pasear por sitios que dejaron huella en la historia, no solo de la música”. Jurado ha visitado calles, plazas, bares —causando algún problema, como intentar que le sirvieran una cerveza sin alcohol en el B.B. King Blues Club de Memphis, bebida de la que no habían oído hablar—, clubes de todos los pelajes, pueblos, ciudades, cabinas miserables, museos, tiendas, viejos estudios de grabación, estatuas. Curiosamente ha evitado los cementerios y las tumbas (“no suelen estar en mi idea de viaje”).
El columpio de Lisa Marie
Entre las visitas antológicas de Jurado en el libro, que arranca en Memphis, Tennesee (¡dónde si no!), está, por supuesto, Graceland, la casa donde vivió y murió Elvis (y cuyo nombre proviene de la hija del primer propietario, Grace), y donde nos describe el columpio de Lisa Marie, la mesa de billar con el legendario siete en el tapiz o el piano en que El Rey estuvo tocando la noche de su muerte. También el estudio discográfico Sun, los honky tonks de Nashville y el museo del Hall of Fame de la música country de la ciudad, donde puedes admirar los nudies, los vestidos de cowboy típicos del género, las botas de cocodrilo de Patsy Montana, el vestido dorado de Dolly Parton o alguno de los muchos trajes negros de Johnny Cash. Y es que hay de todo y todo puede suceder en esa tierra regada con música donde el largo río anciano sigue fluyendo por siempre jamás (dígase cantando, por supuesto, “Long ol’river forever keeps rollin’on”).
Cerdo a la barbacoa mientras se espera al diablo
Inevitable en una travesía de este tipo, Miquel Jurado se desvía un día hacia Tupelo para ver la casa en que nació Elvis Presley (y descubre que es un montaje), recorre la Highway 61, la autopista del Blues, pensando en Bob Dylan y llega, en uno de los momentos mejores del libro, a la célebre Encrucijada del Diablo, el cruce de la 61 con la 49 en el que supuestamente Robert Johnson realizó su artístico pacto con el diablo: su alma a cambio de un poderoso talento para tocar la guitarra y ser el rey del blues del Delta del Misisipí. Jurado investiga a fondo el asunto, se come nada menos que un Big Abe de cerdo a la barbacoa con aros de cebolla y medita si esperar en el cruce (hoy una inmensa rotonda, con una escultura de tres gigantescas guitarras entrecruzadas) para aguardar la llegada de Satanás, si se precia.
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