Ni vacaciones ni ‘vacacionos’
Nos convierten en vigías constantes. Zona de carga y descarga para ellas, zona verde para ellos


A un metro, hay una entrepierna semiabierta, como si fuese el final de un túnel. Las plantas de los pies, en primer plano, con sus deditos rechonchos. Todo rebozadito de arena, todo tostadito. Menos los pliegues, los pliegues no. De fondo, colchonetas de unicornios con niños; flotadores de rosquillas glaseadas con niñas; pamelas de esparto con señoras; sombrillas arcoíris con chicas; carritos con bebés; neveras con señores cantando “agua fría; cerveza fría; coca-cola fría; coco, frío; cooooco”... Plásticos, lonas, más plásticos y pieles: doradas, cuarteadas, negras, requemadas, encarnadas, blancas, cuerosas. Discusiones en francés; madres a voces llamando a Jacinto, a Lucía, o a James; abuelas embadurnando de crema mofletes y frentes, hombres leyendo sábanas deportivas; abuelos con barrigas rojas; padres tatuados, fibrados y con barba cargando bebés; adolescentes con Rosalía a todo trapo en los móviles... La entrepierna se levanta. Es una señora: “Manuel, ¿dónde están los niños?”, pregunta. “Manuel, ¿que dónde están los niños?”, insiste. “Por ahí, yo qué sé, se fueron pal agua”, responde Manolo. “Ni media hora, ¿eh? Ni media hora pa una”. “Estaba leyendo, Chon. Búscalos. Búscalos y no empieces”. “No empiezo. Ya los busco yo; los recojo yo; voy yo a por el pan; me voy pal piso yo y hago la comida yo. Os aviso yo cuando esté y ya venís a mesa puesta”. A Manolo le parece bien. Ella, a todo trapo, recoge palas, toallas, sombrilla y trastos varios. Los amontona y se va, oteando a la humanidad que se torra en una playa valenciana, con la mano haciendo de visera sobre la frente.
La veo alejarse y pienso en el metro. En la línea verde por las mañanas, llena —sobre todo— de abuelas y madres que arramblan con mochilas y criaturas en una mano mientras se agarran con la otra a barras y puertas. Con otra, que nadie sabe de dónde sale, dan plátano o galletas a esas criaturas. ¡Qué poco se diferencia esta playa de aquellos vagones! En La fantasía de la individualidad, Almudena Hernando —además de realizar una excavación histórica para teorizar sobre el origen de este patriarcado nuestro— habla de los espacios ocupados por hombres y que obligan a las mujeres a “estar pendientes de”. Nos convierten en vigías constantes. Zona de carga y descarga para ellas, zona verde para ellos. Sea en la playa, en el apartamento estival o en el piso de 60 metros de Legazpi.
Chon vuelve a la arena con un niño y una niña. Ella ya lleva bikini; a él ya le asoma pelusa en el labio. Vienen gruñendo. “Jo, abuela, macho. ¿Para qué nos sacas? Si todavía no te has ido a hacer la comida”, dice el mozo. “Mira, Manu... Llama a tu madre y habláis con ella un rato. Me voy a la comida”. “Ya es hora”, dice el abuelo Manolo. Chon sueña con irse a hacer la comida y no volver. Se carga de paciencia y de bolsas: “Qué ganas de volver a Madrid: allí por lo menos vais a por el pan y yo sé que no estoy de vacaciones”.
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