Un tío en América
Aunque se le tiene por metódico e hiperactivo, solo presume de ser un curioso insaciable, un sabio despistado al que le preocupa la socialización del conocimiento
Yo también tengo un tío en América.Nació en Buenos Aires, vive en Chicago, tiene domicilio en Nueva York y con frecuencia viaja a Londres, Manchester y Barcelona. No para de dar vueltas por el mundo y ahora mismo está a punto de cerrar un billete de avión para Pekín. No es ningún pariente lejano del que haya tenido noticia de forma inesperada por un familiar o a través de una carta certificada, nadie del que tenga a bien cuidar porque aguarde una herencia, sino que afortunadamente le disfruto en vida, un regalo que comparto con Montse y Sergi.
Hablamos a menudo y nos vemos de vez en cuando desde que coincidimos por suerte con un amigo común en Múnich. Nada me apetece más que revivir aquel encuentro siempre que puedo porque me viene bien para mis piernas y mi cabeza, y también para mi estómago, porque no para de caminar ni de pensar ni tampoco de comer, igual de goloso a sus 70 años que cuando era un niño salido de una confitería de Buenos Aires. A su lado se aprende sin parar y sin pagar; alcanza con ser un alumno dispuesto a escucharle y a seguirle si hace falta hasta Chicago.
Algunos necesitamos ayuda para salir de casa, sobre todo los que nos manejamos mal con el inglés y somos incapaces de alquilar un coche, gente aburrida que huye del riesgo y tiene tendencia a renegar de cuanto le resulta desconocido y más cuando se trata de llegar a América —yo viajo leyendo las aventuras del admirado Jacinto Antón. No vemos más que dificultades hasta que damos con un lazarillo que nos acompaña para convertir una pesadilla en una aventura como fue la visita a Chicago. Aquella ciudad que conocía algo y maldecía mucho por el viento y el frío me parece hoy la más cálida de Estados Unidos.
El mérito es de mi tío, tan servicial y pedagogo que consiguió incluso despertar mi interés por un deporte que me resultaba extraño como el béisbol y disfrutara de la victoria de los Chicago White Sox ante los New York Yankees por 5-4. Ya no reniego del bate y menos de los robots y de los coches eléctricos después de conocer a Alexa y viajar a diario en un Tesla. He dejado de temer a la inteligencia artificial desde que conviví con un ganador del premio Leelavati del ICM (2014).
El galardón es el equivalente a un nobel de matemáticas, propio de quien está considerado el mejor divulgador de la materia en el mundo, igual de brillante con los universitarios que con los ejecutivos, muy requerido como conferenciante en centros como el Museu de les Matemàtiques de Catalunya y tan adorado por sus lectores que ya lleva 18 libros, alguno de los cuales se ha convertido en un best seller en países como su Argentina. Nada me parecía más serio y difícil que una clase de matemáticas hasta que conocí a mi tío de América.
“Ningún niño se levanta por la mañana y se pregunta por los ángulos que describe el techo de su habitación”, cuenta. “Quizá si le explicamos que con las matemáticas mejorará su marca en los videojuegos entonces nos prestará atención”, prosigue después de advertir que le encanta comprar regalos a los hijos de sus amigos siempre que expliquen el motivo de la elección, perseverante como es en dudar y preguntar cuestiones como: “¿Por qué no se puede dividir por cero?”, así, a secas, en medio de un paseo por el Parque del Millenium.
A veces sus requerimientos pueden llegar a cansar a mentes tan brillantes como las de Marcelo Bielsa o Manu Ginobili, el mismo que con sus cábalas y acertijos tenía intrigada a la plantilla de los Spurs. Íntimo amigo de Manu y de la mayoría de figuras argentinas del baloncesto, le encanta la NBA y es un reputado periodista deportivo y científico en Argentina. Ha sido distinguido varias veces con el premio Martín Fierro y sabe más que nadie de Maradona, al que conoce desde los 13 años y con quien vivió el maldito Mundial 1994.
“¡Me cortaron las piernas¡”. La declaración de Diego, acusado de dopaje y expulsado del torneo, fue recogida por mi tío en una habitación de un hotel de Dallas. “Ningún compañero habla mal de Maradona”, advierte. “Una vez me contó que, salvo para ir al campo, solo había salido en dos ocasiones de su casa de Nápoles, ambas en vísperas de Navidad para comprar aguinaldos para los jugadores del equipo y sus familias, y en las dos tuvo que ser rescatado por los bomberos”, agrega después de preguntar: “¿Le pasa algo a Messi? ¡Camina¡ ¿No corre como Diego?”.
A la pregunta le sigue la repregunta y después de la exposición del Big Data viene la interpretación y selección de las cifras, lo sesudo conjugado con lo ameno, un proceso racional y más tarde imprevisible que mi tío maneja con gracia por su condición de excelente comunicador, persona próxima y generosa, capaz de tocar el piano y de patinar sobre el hielo, ahora genio después de ser un niño prodigio, afamado en Buenos Aires.”Los científicos aún no se ponen de acuerdo en que significa ser inteligente”, repite desde el anonimato en Chicago.
Aunque se le tiene por metódico e hiperactivo, solo presume de ser un curioso insaciable, sabio despistado al que le preocupa la socialización del conocimiento y también de la riqueza, el acceso a la información, la educación, la salud y la tecnología en igualdad de condiciones para cualquier ciudadano, tan distanciado en cualquier caso de Mauricio Macri como cercano a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Más próximo también a la cultura anglosajona que a la latina, mi tío se desvive para hacer feliz a amigos como Jorge Valdano, Santi Segurola o Pep Guardiola.
“No hago más que estimular a los demás, sacar ideas que no sabían que tenían en su cabeza”, concluye después de una exhibición de hospitalidad que concluye con dos cuestiones: “¿Puede que en lugar de libros guardemos chips que por momentos y de acuerdo a nuestras necesidades nos permitan ejercer de arquitectos, médicos o abogados? ¿Cuánta memoria puede almacenar nuestro cerebro? La gracia no está en conducir un coche automático sino en programar su software; jugar, pensar, despertar el intelecto”.
Quizá son demasiados interrogantes para una figura gigantesca, por docta y por humana, hoy vulnerable por un dolor de ciática que no le impide cuidar de Montse y de mí. Jamás pensé que tenía un tío en América, y menos que fuera una persona tan entrañable y famosa como Adrián Paenza, el mismo que después de un par de encuentros en Barcelona nos invitó a compartir su fortuna en la preciosa Chicago, la ciudad que un día alcanzó porque buscaba a un médico que pudiera curar al hijo de un íntimo amigo de Buenos Aires.
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