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Columna
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¿Volvemos?

Cuando llega el verano, olvidamos las bondades de la ciudad

Elvira Sastre
La Gran Vía de Madrid en octubre de 2017.
La Gran Vía de Madrid en octubre de 2017. CARLOS ROSILLO

He venido a un pueblo de Asturias a celebrar el verano por segundo año consecutivo. Me gusta acudir al frío cuando el resto del mundo busca calor, aunque se queje de él. Yo también lo hago: me baja la tensión, me impide el movimiento y me deja como a mis perros, sin ganas de bajarme del sofá. Prefiero que mis planes no dependan del parte meteorológico, como me ocurre en Madrid. Aquí llueva o haga calor voy a la playa, miro al mar, lo respiro, me mojo, corro y buceo. No importa. A nadie le importa.

Estoy en un pueblo pequeño de la costa en una casa que mira al Cantábrico desde lo alto, como si al dar un paso desde el jardín fuera a sumergirme en lo más profundo. Viento y Berta juegan a morderse y corren dando vueltas alrededor de la casa. Ladran de vez en cuando al perro del único vecino de los alrededores y mastican una piedra blanca y ovalada. Ella duerme, descansa mi sueño mientras yo trabajo y lo agradezco porque pocas veces tiene una la posibilidad de mirar de frente el mar a solas. En este lugar no me hace falta la música. Son pocos días los que pasaremos aquí, pero creo que serán suficientes para volver a aprender el ritmo pausado de las respiraciones correctas.

Es inevitable, de igual manera, pensar en Madrid. Nos pasa algo extraño, creo, a los que habitamos la capital. Cuando llega el verano, olvidamos las bondades de la ciudad, su amplitud de miras y de planes, las carreteras infinitas llenas de caminos dispares y las posibilidades, en general, de perderse en ella sin apenas moverse. Sucede entonces que aparece el calor insoportable, los trabajos tediosos, las oficinas que parece que nunca cierran, las jornadas intensivas que siguen durando lo mismo pero con más quehaceres, las noches sin dormir, las terrazas vacías y las sillas que abrasan, las piscinas que rebosan más gente que agua, los parques vacíos, los amigos que se marchan. Maldecimos entonces a los afortunados que se van, al conocido con pueblo y piscina, a aquella que seguimos en redes y sólo sube fotos con mojitos en la playa. Desarrollamos un odio intenso, tan intenso que hasta el tipo que tiene aire acondicionado en su salón nos da envidia. No somos agradables, esa es la verdad, aunque nos acompañamos los unos a los otros en la incomodidad.

Pero entonces uno se marcha a Asturias, a su pueblo del interior, a las playas del sur o a una capital europea y se descubre, al pasar los días, pensando en Madrid con nostalgia, deseando en una voz inaudible la vuelta, preguntándose si habrá sido suficiente el agua de las plantas, imaginando qué estarán haciendo los amigos que se quedan por trabajo, soñando con lo que deparará un nuevo septiembre en la capital, los viajes en coche buscando la sombra madrileña cantando a voz en grito los grandes temas de los dos mil, el hueco perfecto que sólo tiene nuestra cama y se da cuenta: Madrid sigue siendo nuestra casa. Y qué casa.

Madrid me mata.

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