Barroco lisérgico
El autor habla del interior de la iglesia de San Antonio de los Alemanes
Cuentan que el químico Albert Hofmann inventó el LSD hacia 1938. Pero cuando entras en la Iglesia de San Antonio de los Alemanes compruebas que, con toda probabilidad, los mayores exponentes del barroco madrileño ya lo habían podido probar antes. Tiene su enjundia política: desde su construcción entre 1624 y 1632 fue llamada de los portugueses, pero con la independencia, en 1640, tras sesenta años de asociación ibérica, la cambiaron el nombre. Ante todo, este templo es un viaje. Un piadoso pasote lisérgico que salpica las paredes y el techo. Su austeridad herreriana por fuera despista. No da idea del alucinógeno tripi con que fue decorada dentro gracias a las intervenciones de Francisco Rizzi, que pintó la cúpula, Luca Giordano, que se hizo cargo de las paredes y Francisco Carreño, que ayudó a rematar. Tanta recarga produce una oblicua cargazón de ángeles, mitologías, milagros; una sucesión de volúmenes y colores que desembocan en el desconcierto y remiten a la tendencia que marcó la capilla Sixtina. Fuera, en la esquina de la calle Puebla y la Corredera baja de San Pablo, bulle el centro de Madrid, entre la proximidad de la Gran Vía y los alrededores de Malasaña, con su presente posmoderno, es decir, descendiente de un barroquismo calórico de santos, paraísos imaginados, extravíos y divisiones frecuentes. Joyas escondidas de este pelaje nos remiten a una historia y un patrimonio vivo que nos advierte con frecuencia, si lo sabemos ver, de dónde venimos. Sin que eso, a menudo, nos indique con claridad hacia dónde vamos.
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