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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Preguntas inquietantes para nacionalistas

El nacionalismo no puede vivir solo. Necesita uno de signo contrario para crecer y fortalecerse. Si no existe, se lo inventa. Si está adormecido, lo despierta.

Lluís Bassets
Manifestación independentista de la Diada de 2018.
Manifestación independentista de la Diada de 2018.albert garcia

Los nacionalismos se necesitan unos a otros. Se buscan siempre porque siempre buscan pelea. Viven de la pelea. Incluso se echan una mano cuando no están suficientes maduros para el combate cuerpo a cuerpo. De ahí que desarrollen extraños mimetismos que en ocasiones se convierten en simetrías grotescas. Los sentimientos nacionales son puros e inmaculados cuando son los propios y totalitarios y excluyentes cuando quienes los sienten son los otros. El nacionalismo necesita siempre un enemigo, al que se expulsa a los exteriores de la comunidad nacional. Los insultos y mentiras que fabrican para descalificar al otro sirven para ellos mismos. Son auténticos espejos.

El nacionalismo considera la comunidad nacional como un hecho natural en la historia. En el mundo hay naciones como en las naciones hay individuos. La nación como acontecimiento eterno no puede ser más que el fruto de la diferencia y de la excepcionalidad, cifrada en el territorio, la lengua, la raza, la religión o la cultura, elementos que fácilmente dan pie a complejos de superioridad y a supremacismos. Hijo de la excepcionalidad es el camino propio o particular de cada nación preinscrita en la historia que le conduce a la madurez propia de las naciones, a tener un Estado propio independiente y único y luego a afirmar su papel en el mundo, con frecuencia expansivo.

La nación genuina de los nacionalistas no puede ser cultural, no puede ser lingüística, ni siquiera puede ser territorial si se halla incluida en otro territorio. Es todo lo anterior y debe ser plenamente reconocida como jurídicamente distinta, separada de todas las otras naciones, independiente y plenamente soberana. Algo realmente difícil, porque estas naciones, para desgracia de los nacionalistas, se hallan en franca decadencia, en la época del multiculturalismo, la globalización y las integraciones regionales y los solapamientos de identidades y naciones.

Las naciones pertenecen a una breve época de la humanidad y no a toda su historia, como pretenden los historiadores nacionalistas, que ven en ellas los sujetos eternos y únicos del pasado histórico y de la vida presente de la comunidad internacional. En tal razonamiento milenario se basa el derecho del prototipo de la nación nacionalista en que se ha convertido Israel a ocupar unilateralmente todo el territorio que históricamente le ha asignado su pacto eterno con la divinidad, por encima de cualquier legalidad interna o externa.

El nacionalismo no puede vivir solo. Necesita un nacionalismo de signo contrario para crecer y fortalecerse. Si no existe, se lo inventa. Si está adormecido, lo despierta. Si no tiene fuerzas para el combate, se las proporciona. Cuando los nacionalismos están bien desvelados llega la orgía, que históricamente ha sido de sangre. Afortunadamente no es el caso ahora, al menos en nuestras tierras, donde los duros combates entre nacionalismos de distinto signo son el pan de cada día solo en los medios de comunicación y en las redes sociales y, con menos frecuencia, en las batallas de signos en las calles y en las manifestaciones. Por el momento.

También en el enfrentamiento los nacionalismos suelen comportarse de forma simétrica. Les gustan y les convienen las simetrías. Dividen el mundo entre unos y otros, nosotros y vosotros, dentro y fuera, arriba y abajo, cada uno con sus colores y sus banderas, sus creencias y sus fetiches, sus héroes y sus mitos, con sus lenguas también si es posible. De forma que los que queden en medio y pidan convivencia, diálogo y pactos serán declarados tibios y traidores por cada uno de los bandos.

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Cuando el nacionalismo se halla en su plenitud, consigue que la nación lo ocupe todo. Las banderas, los himnos, las consignas de orgullo y de recia identidad colman la realidad. El destino de la nación se convierte en el monotema, el tema único al que hay que dedicar hasta la última energía, una hoguera ávida que quiere acabar con todo: tiempo, espacio, recursos, campañas electorales lógicamente. Todo tiene que ver con la nación y su futuro. Como en la inteligencia paranoica, nada sucede en el mundo que no tenga un efecto o una causa vinculada a la nación que pugna por su futuro.

En estas estamos ahora. Primer fueron seis años del monotema encapsulado y ahora estamos en el monotema en expansión, en una contaminación nacionalista en todas direcciones como no se había visto desde los años 30, cuando las derechas, todas las derechas --unas y otras--, las que se saben tales y las que se camuflan, andaban encaramadas en la misma tabarra: la nación en peligro y su futuro, el pánico a la decadencia y a la desaparición, la traición de los apaciguadores y dialogantes, la exigencia de una liquidación del otro que solo puede ser absoluta, total.

A la simetría entre nacionalismos hay que responder con la simetría de una pregunta inquietante. ¿Qué ofrecen y qué quieren hacer los nacionalistas con los conciudadanos que no quieren pertenecer a su nación, sea esta España o sea una Cataluña independiente? ¿Cuál es el destino que les han reservado a los díscolos en sus programas electorales? ¿Les basta la sumisión? ¿Una vez alcancen su victoria, hasta dónde querrán llegar, unos y otros, nacionalistas de signos distintos, en la liquidación del otro?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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