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TEATRO

Violencia destilada en La Villarroel

Laia Marull y Pablo Derqui se dejan la piel en ‘La dansa de la venjança’

Laia Marull y Pablo Derqui, en una escena de la obra.
Laia Marull y Pablo Derqui, en una escena de la obra.

Hay algo en el implacable ritmo teatral de La dansa de la venjança, la cuarta obra que el dramaturgo catalán Jordi Casanovas presenta en La Villarroel, que recuerda el lento e implacable ostinato que mueve el Bolero de Maurice Ravel. En la célebre partitura, la obsesiva repetición hace crecer la melodía y el ritmo hasta que estalla en un climax abrumador. También Roger y Clàudia, un matrimonio roto que vive su separación marcado por el odio, bailan en este drama, una obsesiva danza de la venganza, entre reproches y traiciones. Un tour de forcedemoledor en el que Laia Marull y Pablo Derqui se dejan la piel.

Lo que en Ravel es melodía de seducción, en la pieza de Casanovas, dirigida en su ritmo interno con precisión coreográfica por Pere Riera, es melodía de rabia y destrucción. Una lucha dialéctica sin tregua ni cuartel en la que los contrincantes utilizan como moneda de cambio y rehén de sus frustraciones a su hijo adolescente, al que nunca vemos y del que solo sabemos lo que ellos nos dejan ver, entre recriminaciones, mentiras, verdades y odio, mucho odio en constante ebullición.

Hay mucho de danza tribal en este combate teatral, con vestigios —disculpen el nuevo simil musical— del salvaje primitivismo de Igor Stravinski en La consagración de la primavera— que resuenan como tambores de guerra en un viaje a la psicología autodestructiva de los personajes. Roger es un hijo de puta de manual que disfruta envolviendo sus formas de maltrato bajo capas de falsa amabilidad, y así se lo dice a la cara su víctima, Clàudia, que sabe cómo sacarle de quicio y en qué momento conviene mostrarle sus garras.

No andan lejos los fantasmas de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, y por ello esta obra es para los actores un bombón no exento de riesgos. El principal es pasarse de la raya y dejar a los personajes sin el arma de la veracidad que tan bien construye Casanova en unos diálogos que mantienen en vilo al espectador tanto como los silencios, las miradas, los gestos y el movimiento.

Por fortuna, el trabajo de la pareja protagonista tiene el ritmo, el tono y la intensidad que piden las frases y las réplicas en el fragor del combate. Da miedo Pablo Derqui cuando salta como un macho encabritado y mira fijamente a los ojos de Laia Marull —ella está fantástica—, frenando el impulso que delata, por si cabía alguna duda, que de la violencia destilada a la agresión física hay solo un paso.

Hay muchas obras de teatro que plasman en escena conflictos de pareja —Albee, Tennessee Willians, Arthur Miller— y en este sentido la obra no aporta rasgos muy novedosos, más allá de un insólito giro final que no podemos desvelar. Quizá porque todas las luchas que surgen en un proceso de separación y juegan con el futuro de los hijos son terriblemente cercanas y previsibles.

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Suele apostar Casanovas en sus obras por las situaciones extremas, y en este thriller emocional las hay en abundancia. Pere Riera marca los tiempos —el espacio sonoro de Jordi Bonet subraya la tensión— y mueve con pericia a dos grandes actores que libran un duro combate en un espacio bien acotado, el salón de una casa bien de un editor literario. Sebastià Brosa firma la escenografía, construida por el Teatre-Auditori Sant Cugat, en una cuidada producción de La Villarroel, con vestuario de Berta Riera e iluminación de Sylvia Kuchinov.

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